30/1/22
La salud biopsíquica está prohibida
29/1/22
Las capas de la estructura del carácter
El texto que aparece a continuación pertenece al prólogo a la edición
corregida y aumentada de Psicología de masas del fascismo, de Wilhelm Reich. Considero que sin un
conocimiento profundo de la estructura del carácter en las sociedades del mundo
civilizado, no puede tener lugar una transformación de raíz.
Un trabajo terapéutico vasto y
concienzudo sobre el carácter humano me ha llevado a la convicción de que, al
juzgar las reacciones humanas, debemos contar en principio con tres capas
distintas de la estructura biopsíquica. Según lo expuesto en mi libro Análisis
del carácter, estas capas de la estructura del carácter son sedimentos del
desarrollo social que funcionan autónomamente. En la capa superficial de su personalidad
el hombre medio es reservado, amable, compasivo, responsable, concienzudo. No
existiría una tragedia social del animal humano si esta capa superficial de su
personalidad estuviera en contacto inmediato con el núcleo natural profundo.
Ahora bien: trágicamente, esto no es así; la capa superficial de la cooperación
social no está en contacto con el núcleo biológico profundo del individuo; es
soportada por una segunda, una capa intermedia del carácter, que se compone
exclusivamente de impulsos crueles, sádicos, lascivos, rapaces y envidiosos.
Representa el «inconsciente» o «lo reprimido» de Freud, la suma de todos los
llamados «instintos secundarios» en el lenguaje de la economía sexual.
La biofísica orgónica logró comprender
el inconsciente freudiano, lo antisocial en el hombre, como resultado
secundario de la represión de impulsos biológicos primarios. Penetrando más
profundamente a través de esta segunda capa de lo perverso hasta el
fundamento biológico del animal humano, se descubre regularmente la
tercera y más profunda capa, que llamamos el «núcleo biológico». En lo
más hondo, en este núcleo, el hombre es en circunstancias sociales
favorables un animal honrado, laborioso, cooperativo, amante o, si hay
motivo para ello, un animal que odia racionalmente. Con todo, en ningún
caso de relajación del carácter del hombre de hoy se puede avanzar hasta
esta capa tan profunda, tan prometedora, sin antes eliminar la
superficie inauténtica y, sólo en apariencia social. Caída la máscara de lo civilizado,
no aparece primero la socialidad natural, sino sólo la capa sádico-perversa del
carácter.
Esta desgraciada estructuración
es la responsable de que todo impulso natural, social o libidinoso que quiera
pasar del núcleo biológico a la acción deba atravesar la capa de los instintos
perversos secundarios, y en esto se distorsiona. Esta distorsión modifica el
carácter originariamente social de los impulsos naturales y los vuelve perversos,
convirtiéndolos así en fuerzas que inhiben cualquier expresión genuina de vida.
[...]
En las ideas éticas y sociales
del liberalismo reconocemos la representación de los rasgos de la capa
superficial del carácter, que cuida del dominio de uno mismo y de la tolerancia.
Este liberalismo acentúa su ética con el fin de refrenar al «monstruo en el hombre»,
nuestra segunda capa de los «instintos secundarios», el «inconsciente» de Freud.
El liberal desconoce la socialidad natural de la capa más profunda, la tercera,
la nuclear. Lamenta y combate la perversión del carácter humano mediante normas
éticas, pero las catástrofes sociales del siglo XX demuestran que no ha llegado
muy lejos en esta tarea.
Todo lo genuinamente
revolucionario, todo arte y toda ciencia verdaderos provienen del núcleo
biológico natural del hombre. Hasta ahora, no han ganado masas ni el auténtico
revolucionario, ni el artista o el científico, ni las han conducido, o si lo
han hecho, no han podido mantenerlas de modo duradero en el ámbito de los intereses
vitales.
Muy distinta, y opuesta al
liberalismo y a la verdadera revolución, es la situación del fascismo. En su
naturaleza no están representadas la capa superficial ni la más profunda, sino
esencialmente la segunda, la capa intermedia del carácter, la de los instintos
secundarios.
27/1/22
"Por qué perdimos la guerra" - Conclusiones
Comparto aquí el apartado de
“Conclusiones” del libro Por
qué perdimos la guerra de Diego Abad de
Santillán, que, como expliqué en el
artículo donde lo recomendé, tiene cierto tono patriótico que no comparto. No
obstante, hay que situar las palabras en su contexto, pues este patriotismo no
se asemeja en nada al nacionalismo franquista. Se trata más bien de una
alabanza del pueblo como tal, como gente no subyugada a ningún tipo de poder,
que gestiona directamente los recursos. Se trata de un patriotismo surgido de
la necesidad de defenderse de los intereses imperialistas de grandes potencias
extranjeras y que no busca subyugar a
otros pueblos. No obstante, lo que interesa verdaderamente son los hechos acontecidos
durante la guerra civil que causaron la derrota. (Los subrayados en color son
míos):
Ha terminado
la guerra española, gracias a la poderosa ayuda ítaloalemana prestada a
nuestros enemigos, en hombres y en material bélico, y gracias también a la
complacencia criminal de los llamados Gobiernos democráticos, autores de la
farsa inicua de la no-intervención. Ha terminado la guerra española, pero el
mundo, que nos aisló de toda posibilidad de lucha con pretextos fútiles y cálculos
falsos, tiene ahora que pagar los platos rotos de la nueva hecatombe.
Burgueses y
proletarios de todos los países estuvieron unidos en la cómoda interpretación
de que nuestra guerra sólo a nosotros, beligerantes, nos incumbía. Cuando no cometieron el gravísimo delito de ayudar a nuestros
enemigos —el paraíso del proletariado,
Rusia, enviaba a Italia la nafta con que la aviación fascista nos bombardeaba,
destruyendo ciudades y masacrando poblaciones civiles—, bloqueándonos a nosotros hasta hacernos sucumbir.
Francia e
Inglaterra se encuentran por eso ante la realidad que les habíamos señalado
tantas veces como inevitable. ¡No intervención o intervención unilateral a
favor de los facciosos! Tal ha sido la posición ante la cual nos hemos estrellado.
El
fracaso del fascismo en España era el primer peldaño del derrumbe del fascismo
en Europa y en el mundo.
Comprendemos la trágica situación de Inglaterra,
que ha sostenido al fascismo italiano desde que comenzó a despuntar como instrumento liberticida, puesta ante la
obligación, atendiendo al propio interés, de
ayudar al antifascismo español. Los acontecimientos que
estamos viviendo nos muestran que optó a favor de Italia y contra
nuestra España, contra esa España a la que en
1808 creyó de su deber auxiliar en su lucha
contra Napoleón, y lo hizo esta vez en propio daño.
Si en la
presente contienda bélica salen airosos los aliados francobritánicos, habrán
tenido que satisfacer, previamente, la deuda contraída con su actitud ante
nuestra guerra. ¡No hay plazo que no se cumpla!
Terminó
la lucha en España como no hubiéramos
deseado que terminara, pero como habíamos previsto
que terminaría si no se operaban determinados cambios en la dirección y en la
política de la guerra: con una catástrofe militar
—por derrumbamiento de los frentes y de la retaguardia— y con una bacanal sangrienta
a costa de los vencidos. Dos libros informan sobre esa fase final: uno del coronel Segismundo Casado, The Last Days of Madrid, y el otro de J. García Pradas: Cómo terminó la guerra en España. Confirman ambos, punto por punto, desde su escenario de acción en
la región del Centro, lo que nosotros hemos
querido reflejar a través de lo observado en Cataluña.
La misma
intervención funesta de los emisarios rusos y de sus aliados españoles, tan
blandos y accesibles a la corrupción, los mismos crímenes contra el pueblo, la
misma conspiración contra España, la misma descomposición moral por obra de una
política que no tenía más alcances que el predominio de partido en el aparato
de Estado.
De las tres
causas que nosotros señalamos como causantes
fundamentales de nuestra derrota: a) la política franco-británica de la no intervención… unilateral;
b) la intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del
Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras, sólo en este
tercer aspecto señala nuestro relato una variante esencial.
Pero esos dos
volúmenes sobre el final de nuestra guerra, nos eximen de referirnos a
acontecimientos en los que no hemos tomado parte —y no por falta de deseo o de
identificación con ellos— y de describir ambientes en los que no hemos vivido.
Nos
consideramos ya fuera de combate por la derrota y
por haber descubierto más de lo que convenía el velo de la clandestinidad en
que se había desarrollado siempre nuestro movimiento. Por eso podemos
hablar del pasado y sostener que, en lo sucesivo,
cada cual cargará con la responsabilidad que le quepa en la tragedia de España.
Nosotros hacemos bastante con cargar con la propia.
Representábamos
la más vieja organización de tipo político-social de la España moderna. La Federación Anarquista Ibérica es la misma
Alianza de la Democracia Socialista fundada en 1868 en Madrid y en Barcelona y
extendida luego por toda la Península, incluso Portugal. Núcleo íntimo de propaganda, de organización obrera y de
lucha, todavía sigue preocupando a los vencedores su liquidación, al comprobar
por múltiples signos cotidianos que ni el terror ni los fusilamientos han
logrado hacerlo desaparecer. El desenlace de
la guerra ha puesto a muchos millares y millares de nosotros, vencidos,
fuera de combate. Pero con nuestra exclusión
no está asegurado el desarraigo de nuestro
movimiento. Otros han ocupado ya el puesto de los caídos y de los supervivientes en el exilio, supervivientes que
equivalen igualmente a bajas definitivas,
porque una supervivencia fuera de nuestro clima geográfico, político y social equivale a la muerte. Para reanudar la
historia española no hay más que un terreno
propicio: ¡España!
A ese
movimiento clandestino de recia contextura combativa y moral se debe la
orientación, el desarrollo y la defensa de las organizaciones obreras revolucionarias
de España, sus luchas heroicas, su resistencia inigualada a todos los métodos
de la inquisición política de derechas y de izquierdas, sin interrupción desde
la turbia época de Sagasta. ¡Cuántos negros períodos de amargura desde
entonces! ¡Cuántas generaciones de militantes aplastadas en esa brega! Le tocó
ahora a nuestra generación caer. Y ha caído en su ley. Por eso resurgirá, y
está resurgiendo ya, la misma veta roja de nuestra historia y se continuará la
batalla por la justicia. ¿Qué puede importar a nadie que no seamos ya soldados
de esa cruzada?
La acción
progresiva y justiciera de casi tres cuartos de siglo ha pesado considerablemente
en el desarrollo de la moderna historia española. En más de una ocasión,
frustrados los otros medios posibles, los de la propaganda y la presión
sindical simple, fue preciso recurrir a procedimientos más enérgicos y
expeditivos. Torturadores y verdugos del pueblo eran perseguidos siempre por la
sombra de la acción vengadora anónima. Algunos hechos individuales de
represalia y algunas insurrecciones armadas, las últimas, en diciembre y enero
de 1933 y en octubre de 1934 contra la exótica República misma, y el
funcionamiento invisible, pero permanente, de nuestros grupos dispersos en
todos los ambientes, han hecho hablar mucho de nosotros, tejiendo una leyenda y
un mito. Ese mito y esa leyenda se vio en Julio de
1936 que correspondían en buena parte a la realidad en ciertos aspectos.
Fuera
de la cooperación apasionada del socialismo revolucionario madrileño, con el
que compartimos el triunfo sobre la militarada en la capital de España, en el
resto de las regiones donde los militares fueron derrotados, el esfuerzo fue
casi exclusivamente nuestro.
Y no se ha triunfado en toda España porque nuestra
gente carecía de armamento y el Gobierno de la República había prevenido el 18
de julio a los Gobernadores civiles para que no entregasen armas al pueblo.
A
fines de 1937 figuraban en nuestras filas 154.000 inscritos. Eran menos, es
verdad, antes de la guerra, pero su influencia alcanzaba a millones de
trabajadores industriales y de campesinos. Muchas veces partidos y organizaciones de izquierda se creían directores de
acontecimientos de que no eran más que juguetes,
dóciles a un ambiente que habíamos preparado para dar
un paso más en la senda del progreso económico, político y social del
país.
Hemos
mencionado, por ejemplo, cuál ha sido la causa de que hayamos arrojado en 1933
del poder a las izquierdas, y cuáles fueron los motivos que, en febrero de
1936, nos movieron a devolvérselo.
Podemos ahora
hablar de muchas cosas que nos atribuyen sin razón, y de las que no nos
atribuyen, porque se ignora cuáles han sido sus fuentes y determinantes.
Ningún
partido de los que se disputaban el Parlamento o el Gobierno tenía una
organización tan sólida como la nuestra, ni tanta fuerza numérica y tanto arraigo
en el pueblo, a cuyos intereses y aspiraciones hemos permanecido y permanecemos
fieles. Por
fidelidad a ese pueblo, que no a su Gobierno, hemos
pretendido hasta la última hora entrar plenamente en juego, a nuestro
modo, y no se nos ha consentido.
Nunca habíamos
tenido contacto ni vinculaciones con ninguna otra fuerza organizada, fuera de
la Confederación Nacional del Trabajo, nombre nuevo, que sólo data de 1911, de
la vieja organización obrera sostenida desde 1869 por nuestro movimiento. Cuando estalló la guerra como resultado de nuestro triunfo
sobre una serie de guarniciones del ejército sublevado, creímos necesario dar
públicamente la cara y coordinar el máximo de voluntades en torno a la
contienda que se iniciaba. Se nos acusa por algunos de haber pensado más en la
guerra que en la revolución. No teníamos más posibilidades de instaurar y
asegurar una nueva organización económica y social que triunfando en la guerra.
¿Dónde se quería que hiciésemos una revolución si el territorio estaba en manos del enemigo en su mayor parte?
¿Es que se hacen revoluciones sociales en
las nubes? No hemos triunfado, hemos perdido el terreno
sobre el cual una gran transformación económica y social era posible, porque obreros
y burgueses de todos los países coincidieron en sofocarnos, cruzándose de
brazos o trabajando para nuestros enemigos. Y la
revolución que se esperaba en España, de acuerdo al clima y a la
preparación del pueblo llamado a realizarla, no según cartabones dogmáticos de
partido, fue liquidada por quién sabe cuántos años.
El balance de
la contienda iniciada el 19 de julio de 1936 y terminada como verdadera guerra
internacional de España contra las potencias militaristas más agresivas de
Europa, en abril de 1939, no se puede olvidar ni menospreciar.
Sólo pueden
acusarnos y pedirnos cuentas y aleccionarnos los que estén dispuestos a imitar
aquella epopeya y a pagar por sus ideales el mismo precio que han pagado los
revolucionarios españoles por los suyos. Hubo no menos
de dos millones de muertos de ambos bandos, y hubo más de cien mil fusilados y
asesinados en España después del triunfo fascista. Y se añaden a esas cifras un millón
de prisioneros en los campos de concentración españoles y medio millón de
refugiados en los campos de concentración de Francia y Norte de África,
calculando en 60.000 la cifra de los que murieron en el éxodo y en el exilio de
hambre, de frío y de tristeza.
Esas cifras
dicen algo de la epopeya popular más grandiosa de los tiempos modernos. Ni
siquiera la derrota disminuye su gloria y su trascendencia histórica. Esos
cadáveres abonan la vitalidad de la España eterna, que resucitará de sus
cenizas, más pujante e invencible que nunca.
El
valeroso Gobierno de la victoria,
hechura de Moscú, disponía en el extranjero de
ingentes recursos financieros como para atender a las víctimas del éxodo gigantesco.
Pero lo mismo que nosotros no hemos logrado en España, desde el Frente Popular,
que se rindiese cuentas de la situación de nuestra hacienda, tampoco se logró
en el extranjero, en la entelequia de la Diputación permanente de las
Cortes, reunida en París, que los aprovechados
atracadores del tesoro nacional, diesen la menor explicación de sus
dilapidaciones.
Algo vino a
saberse más allá de los círculos íntimos, por la separación ruidosa de Prieto y
Negrín, cada uno de los cuales alegaba derechos a administrar el botín de la
guerra en provecho propio y de sus amigos y cómplices. Pero la luz queda por
hacer.
A la
atribulación del fracaso, uno de cuyos factores fue la política de la intervención
rusa en España, quizás ya en buen acuerdo con la Alemania hitleriana, se
une para las grandes masas la comprobación del engaño en que han vivido y luchado y el descubrimiento de la catadura
moral de los dirigentes y usufructuarios de
nuestra guerra. El mito de la resistencia con pan o
sin pan, con armas o sin ellas, era sólo la ambición de disfrutar después del
desastre, solos, del botín logrado con nuestra derrota, que era su victoria.
Y con esos
millones de la España despojada y escarnecida, se comprarán conciencias y
plumas que, por encima de tanta tragedia y de tanta suciedad, elevarán a los
afortunados un pedestal de héroes. También se quiere llegar a eso. Alguien ha
escrito y nosotros esperamos que así sea: “Quieren pasar a la historia en
mármoles y bronces y han de contentarse con un estercolero”.
Sólo
queda un héroe para hoy y para siempre, mártir y puro: el pueblo español. No podremos estar en lo sucesivo a su
lado más que con nuestra simpatía y nuestro cariño. Es la única grandeza ante
la cual nos descubrimos con respeto. Sólo nos
avergüenza y nos intriga el hecho de que hayan podido salir de ese gran pueblo
tantos traidores, en nombre de los más opuestos ideales.
Casi tres
siglos duró el aplastamiento del espíritu ibérico después de la derrota de los
comuneros de Castilla y de los agermanados de Valencia por el emperador Carlos
V, y de la liquidación de las libertades de Aragón por Felipe II. ¿Quién podía
figurarse que nuestro pueblo estuviese todavía vivo en 1808? En aquella gesta
gloriosa de seis años volvió España a entrar en la Historia. Pero en 1823, el
tirano abyecto Fernando VII, creador de escuelas de tauromaquia, logró imponer
de nuevo su despotismo sobre ríos de sangre y martirios infinitos. Desde
aquella época hasta julio de 1936, entre guerras civiles, rebeliones populares
y períodos de cansancio y de agotamiento, un intervalo de poco más de un siglo,
¿cuántos profetas anunciaron la muerte de España? En 1936 se mostró nuestro
pueblo otra vez tal como es, heroico en la lucha y
genial en la reconstrucción económica y social, recuperando en pocos
meses de libertad el propio ritmo. La derrota de 1939 durará más o menos; pero
sólo a costa del exterminio total del pueblo español podrá cambiar
definitivamente el espíritu de ese gran pueblo y se logrará sofocar la
esperanza de la nueva vida, de la nueva aurora.
Buenos Aires, 5 abril 1940.
Lamentablemente, esa derrota duró mucho
más de lo que quizás esperaba Abad de Santillán cuando escribió su libro. De
hecho, no solo el pueblo jamás se recuperó, sino que además ha perdido la
conciencia de clase y ha sido engañado con ficciones de libertad, porque tras
casi cuarenta años de aplastamiento brutal, le regalaron un poco menos de
represión, y confundió la sensación de alivio con la verdadera libertad. Y la
propaganda a la que llevamos sometidos, especialmente en el último lustro, ha
sido el golpe definitivo. Se ha logrado que el pueblo se alinee con la
ideología del Poder de dos maneras complementarias: 1) simulando el gobierno
represivo ser representante de las ideas socialistas que nos liberarían de su yugo,
pero desustanciándolas y presentándolas como pura palabrería hueca (selección
léxica), consiguiendo así demonizarlas para que el pueblo las rechace; 2)
presentándose los que abiertamente defienden el capitalismo, desde los
neoliberales hasta los nostálgicos del franquismo (El Toro TV y todos los
periódicos y medios digitales que han proliferado desde 2020), como la
oposición rebelde al statu
quo, lo cual es solo una fachada que, a
pesar de ello, les ha funcionado.
Pero esto es algo que traspasa nuestras fronteras. Al pueblo residente en el Estado español se le aplastó de una manera determinada, y al pueblo residente en otros países, de otra, pues la clase dominante se va adaptando a las circunstancias específicas. No negaré que exista una idiosincrasia, pero bajo ella habita la condición de clase, que es adquirida por el contexto social, y, aún más importante, la condición humana, que a todos nos une. El origen de la represión y de la violencia, como ya he apuntado en otras ocasiones, está precisamente en la destrucción de la condición humana, ya desde la etapa intrauterina y a lo largo de la infancia, reforzando la estructura de carácter neurótico adquirida en los primeros siete años durante el resto de nuestras vidas. Esta destrucción se realiza a gran escala mediante el control del parto por parte del sistema sanitario, que provoca el trauma del nacimiento; la crianza irrespetuosa impuesta socialmente y ejercida dentro de la familia patriarcal que se nos ofrece como modelo (edipización, moldeamiento inconsciente del niño o la niña para que se someta al orden establecido; el niño bien educado es el sometido, el “maleducado” es el que no se somete); la extensión en el sistema educativo del proceso de sometimiento iniciado dentro de la familia patriarcal; la sustitución de los impulsos sexuales primarios por los secundarios, que comienza en la etapa infantil, pero que se ve fuertemente reforzada en la adolescencia a través de la cultura de masas y del tipo de sociedad en que vivimos; y, finalmente, en la vida adulta, el trabajo asalariado que nos despieza (utilizando el verbo que usa Casilda Rodrigáñez en sus libros) y el sistema económico que convierte nuestra vida en un sálvese quien pueda.
26/1/22
La tragedia es otra
25/1/22
Cuéntame tus cuentos, Madre
25-I-2022
23/1/22
La invisibilización del anarquismo: el caso ruso
Los anarquistas en la praxis marxista
Es ya un lugar común decir que la historia la escriben los vencedores. En el caso de la Revolución rusa, durante mucho tiempo se nos contó de manera simplista que un grupo de revolucionarios, comandados por Lenin, tomó el Palacio de Invierno para dar lugar al primer gran régimen socialista. Ahora, con otro tipo de historiografía oficial dominante, difícilmente se va a dar protagonismo en la historia a las masas y la defensa de sus organizaciones autónomas frente al poder. Mencionamos tres libros impagables que nos introducen en la Revolución rusa, el gran paradigma de la praxis marxista, desde el punto de vista de la autonomía del pueblo, no de ninguna élite, y aportando un análisis antiautoritario: Historia del movimiento Majnovista, de Piotr Archinov, La revolución desconocida, de Volin, y El mito bolchevique, de Alexander Berkman.
En el caso de la obra de Volin, se repasa de manera sucinta la historia de Rusia a partir de 1825, año del fracasado motín de los decembristas (en donde el poeta Pushkin fue un simpatizante), para detenerse luego en 1905 y, por supuesto, en la revolución de 1917; finalmente, el aplastamiento de todo intento verdaderamente revolucionario por parte de los bolcheviques en 1921. Volin narra los acontecimientos utilizando como fuente testigos directos y se arroja así luz sobre hechos oscuros o interesadamente tergiversados por historiadores afines al régimen bolchevique. La revolución desconocida echa por tierra las mentiras históricas de defensa de un régimen inaceptable y finalmente contrarrevolucionario; frente a la simpleza tan manida de que fue Stalin quien pervertió la Revolución, tal y como sostuvo Trotski, podemos leer las siguientes palababras: "¡Qué simple! Aun demasiado simple para dar explicación de nada. La explicación está, sin embargo, bien señalada: el estalinismo fue la consecuencia natural del fracaso de la verdadera Revolución, y no inversamente; y tal fracaso fue el fin natural de la ruta falsa en que el bolchevismo la empeñó. Dicho de otro modo: la degeneración de la Revolución extraviada y perdida trajo a Stalin, no Stalin quien hizo degenerar la Revolución".
En la segunda parte de su obra, Volin pone en evidencia los rasgos del nuevo régimen burocrático y totalitario: la situación de los obreros y campesinos, el poder y los privilegios de los nuevos amos y clase explotadora (los funcionarios del Estado), en definitiva, la estructura política y económica de la nueva sociedad con su autoritarismo y negligencia. También se detalla la anulación de la lucha autónoma y de la resistencia de los trabajadores contra el nuevo poder marxista en su focos más evidentes: el movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado, la Comuna de Kronstadt y la revolución de Ucrania. La realidad es que los bolcheviques tomaron el poder gracias a que gran parte del pueblo confió el destino de la revolución a un Partido; éste, a medida que se consolidaba en el poder fue anulando las conquistas revolucionarias. Gran parte de las masas comprendieron el error y trataron de enmendarlo, actuaron por su cuenta y tomaron la iniciativa para recuperar su autonomía. Las ideas anarquistas, al mismo tiempo, se fueron extendiendo; a los libertarios de Ucrania, se unieron los sublevados de Kronstand, que reclamaban un soviet libre bajo la autogestión obrera. La realidad es que el nuevo Estado socialista, consciente del peligro para su existencia, aplastó de manera implacable cada uno de esos focos: a los anarquistas y a cualquier forma de disidencia y descontento.
Los anarquistas fueron los primeros en denunciar el sistema burocrático y totalitario en Rusia, ellos mismos sufrieron la represión. A pesar de todo los mitos que se produjeron en los años posteriores, la verdad estaba accesible para quien quisiera conocerla; precisamente, para una auténtica sociedad libre de explotación, es necesario insistir en esos hechos históricos. Otro libro fundamental es Los anarquistas rusos, de Paul Avrich. Según este historiador, el anarquismo en Rusia poseía raíces profundas, con ideas provenientes de los pensadores occidentales, pero también con elementos indígenas. En 1905, en ese primer momento revolucionario, los anarquistas saludaron con entusiasmo el levantamiento espontáneo de las masas, en el que creyeron ver una plasmación de las ideas de Bakunin; no se produjo un movimiento libertario cohesionado y, después del fracaso revolucionario y de la consecuente represión, entrarían los anarquistas en un letargo hasta 1917. El fin de la monarquía, y el posterior derrumbamiento de la autoridad política y económica, hizo confiar a los ácratas en que el momento definitivo ya había llegado: se emprendió la tarea de acabar con el Estado y de dejar los medios de producción, campos, fábricas y talleres, en manos del pueblo. En la etapa de la insurrección y de la guerra civil, los anarquistas intentaron con todo su empeño llevar a cabo su programa de "acción directa": control obrero de la producción, creación de comunas libres en el campo y en la ciudad, combate sin cuartel contra los enemigos de la sociedad libertaria… Desgraciadamente, frente a los intentos de construir una sociedad de libertad e igualdad plenas, un nuevo despotismo se levantó sobre las ruinas del viejo.
Alexander Berkman, en 1925, al final de El mito bolchevique y después de ser testigo de infinidad de hechos intolerables en los que trató de vislumbrar la intención revolucionaria del nuevo poder, lo expresa de la siguiente manera: "El bolchevismo es el pasado. El ser humano pertenece al ser humano y su libertad". Hay que decir que Berkman consideraba tiempo atrás que Lenin y los bolcheviques eran la auténtica vanguardia de la emancipación social de los trabajadores. Hasta que no observó él mismo la realidad, creyó de alguna manera eso de que los marxistas, en última instancia, son anarquistas y solo confían temporalmente en la toma del poder revolucionario para acabar convirtiendo en innecesario el Estado; Marx y Engels aseguraron que el poder político era solo un medio temporal, el Estado iría gradualmente desapareciendo, ya que sus funciones se convertirían en innecesarias y obsoletas. Incluso, confiando en ello, Berkman atenuó durante cierto tiempo las críticas a los bolcheviques, a los que consideraba acosados por los más implacables enemigos, procurando la cooperación de todas las facciones revolucionarias. La acumulación continua de evidencias hizo que Berkman comprobara que los bolcheviques habían convertido la revolución en un monstruo grotesco basado en la brutalidad organizada; la lucha de clases, ese fundamental concepto socialista, se había convertido en una guerra de venganza y exterminación.
Y, como es sabido, la Revolución rusa no fue una consecuencia legítima de los postulados de Marx, ya que el desarrollo de las fuerzas productivas no habían tenido el debido desarrollo dentro del capitalismo, fundamental según Marx para que se produzca el aumento y organización del proletariado; nada de eso había ocurrido en Rusia, país eminentemente rural en el que no existía antagonismo entre el desarrollo del capitalismo (inexistente) y la clase obrera industrial (débil). A pesar de ello, Lenin creyó ver una serie de condiciones favorables para llevar a cabo una revolución supuestamente socialista que, si bien pudo tener en un principio unos rasgos libertarios basados en las justas aspiraciones del pueblo, enseguida derivó haca una actitud de desconfianza hacia las masas, utilizó el terror como medio y adoptó una fuente indiscutible de verdad, el Estado, destruyendo toda iniciativa individual o colectiva. Si la teoría de Marx y Engels consideraba el Estado como un medio temporal para que el proletariado acabara con sus adversarios, los bolcheviques otorgaron a ese axioma sociopolítico un carácter universal. Tal y como consideraban los anarquistas desde el principio, el Estado, da igual la forma que adopte, y el esfuerzo constructivo revolucionario se convierten en incompatibles.
La obra de Berkman cubre el periodo del comunismo militar y de la denominada NEP (nueva política económica, que no es sino la introducción del capitalismo en Rusia, una mezcla entre monopolio estatal y negocios privados). Entre 1919 y 1921, momento de la invasión extranjera, de la guerra civil y del bloqueo, los bolcheviques mantenían la promesa de que la política de terror y persecuciones cesaría después de ese periodo; eso explica el apoyo y la esperanza de gran parte del pueblo ruso y la cooperación por parte de la mayoría de los elementos revolucionarios. Después de aquellas amenazas, el régimen de terror se mantuvo y aumentó la insatisfacción en varias zonas del país; de ahí, por ejemplo, el levantamiento de los marineros, soldados y obreros de Kronstadt, finalmente aniquilado de manera cruenta por orden de Trotski. La dictadura comunista se mantuvo siempre con una represión extendida incluso a la propia cúspide del Partido, y, además, se acabó introduciendo el capitalismo; nunca pudo calificarse aquello de dictadura del proletariado, ya que los obreros estaban más esclavizados políticamente y explotados económicamente, según relata Berkman, que en cualquier otro país.
La represión de la vida cultural y social de un país produce depresión y estancamiento; el ser humano y la sociedad necesitan, al menos, cierto grado de libertad, de seguridad, de derecho a llevar a cabo iniciativas personales y de liberar sus energías creativas para el progreso económico y en todos los ámbitos de la vida. Berkman consideró que era imperativo denunciar el engaño, ya que los obreros occidentales podían caer en el mismo engaño que sus hermanos en Rusia.
J.F. Paniagua
Publicado en el número 301 del periódico anarquista Tierra y libertad (agosto de 2013)
22/1/22
¿Quién se enfrentó al ejército sublevado en la guerra civil?
21/1/22
La verdadera memoria histórica
19/1/22
El uso demagógico de la figura de Wilhelm Reich: la irracionalidad de la propaganda anticomunista
Creo que nunca ha habido tanta confusión y tanta mezcla de medias verdades, verdades maquilladas e incluso verdades completas con mentiras, desde las más sutiles hasta las más evidentes, pasando por toda una escala de grises, como en la era tecnológica. A lo largo de la historia, se ha perseguido a científicos y pensadores que resultaban un peligro para el statu quo. A partir del Renacimiento, los herejes eran sometidos a procesos inquisitoriales, pero desde mediados del s. XX, los métodos de censura y persecución han cambiado. En una sociedad en la que apenas hay analfabetismo y todos los ciudadanos tienen acceso a la cultura, la mejor manera de asegurar el orden establecido es controlar esa misma cultura, así como toda contracultura y disidencia. Así pues, no es extraño encontrar material sobre grandes revolucionarios del pasado en el que, para servir a determinados intereses (consciente o inconscientemente) se omite parte de las conclusiones a las que estos personajes llegaron y se ajusta lo que sí se cuenta a ideas que nada tienen que ver con su pensamiento y que incluso chocan con el mismo.
Tal es el caso de una serie de afirmaciones que encontré hace poco en una edición corregida y aumentada del Manual del acumulador de orgón, de James DeMeo. Sin entrar a juzgar su trabajo en el campo de la orgonomía, algo que no me corresponde a mí, sí que voy a analizar en este artículo la tergiversación que hace de la figura de Wilhelm Reich, de quien llega a afirmar que era liberal y anticomunista. Tengamos en cuenta que DeMeo es, por lo que deducimos de sus escritos, un anticomunista recalcitrante y que, a pesar de que, en teoría, conoce en profundidad toda la obra reichiana, llega a hacer pasar sus ideas por las del propio Reich.
DeMeo llega al colmo de la irracionalidad cuando, en el apartado titulado “Nueva información sobre la persecución y muerte de Reich”, llega a inventarse una conspiración por parte de la Comintern, del espionaje ruso que controlaba distintas organizaciones, instituciones y medios de comunicación de Estados Unidos y de socialistas que financiaban la FDA. ¿No recuerda esto bastante a las teorías de la amenaza socialcomunista que estaría, según la falsa disidencia derechista, detrás de la farsa pandémica y del totalitarismo sanitario actual, aunque tales elucubraciones no tengan ninguna coherencia? Recordemos que la FDA empieza a investigar a Reich en 1947, que años después quema su material y su obra, y finalmente es condenado a dos años de cárcel en 1957, donde muere el 3 de noviembre de ese mismo año. Pues bien, según DeMeo, el gobierno estadounidense no habría tenido nada que ver, pues eran el espionaje ruso y los socialistas internos quienes estaban detrás de todo.
El objetivo de la propaganda anticomunista es el mismo ahora que durante la Guerra Fría: presentar el capitalismo como el mejor sistema posible y tener un chivo expiatorio al que poder culpar de todas las consecuencias de este sistema (desigualdad, pobreza, desempleo; expolio y hambrunas en los países colonizados; contaminación del medio ambiente; etc.). El capitalismo es una de las formas que toma el patriarcado que lleva dominando la civilización algunos milenios (ya hemos hablado de esto en artículos anteriores y podéis consultar la obra de Casilda Rodrigáñez y del propio Reich para obtener más detalles), pero ambos, patriarcado y capitalismo, buscan esencialmente la acumulación de riqueza en pocas manos, la cual no es posible sin una gran mayoría de seres humanos acorazados, con capacidad de sometimiento “voluntario” al poder y que reproduzcan, a pequeña escala, los valores patriarcales y/o capitalistas (esto se hace en la familia autoritaria a través del triángulo edípico). ¿Y cómo se consigue el sometimiento? A través de la represión sexual de la que ya hemos hablado también. Wilhelm Reich, discípulo de Freud y de cuyas ideas después se alejaría, centró toda su investigación en combatir la represión sexual. Pronto, en su trabajo de análisis del carácter (que tenía su origen en el psicoanálisis y que derivó en la orgonterapia), se dio cuenta de que era inútil limitarse a devolver la salud a sus pacientes si, a causa del sistema imperante, por cada tratamiento exitoso se estaban creando numerosas neurosis. Por ello, se dedicó intensamente a la liberación sexual mediante su activismo político, que realizó algunos años formando parte del Partido Comunista, bajo cuyo amparo creó la Sexpol (Asociación para una política sexual proletaria). Sin embargo, en 1933 es expulsado del partido. Precisamente este hecho es aprovechado por propagandistas como DeMeo para tildar a Reich de anticomunista, sin detenerse en los matices. Es cierto que a partir de determinado momento, el autor sufre censura y persecución por parte de organizaciones que se calificaban a sí mismas de comunistas, pero la causa de ello no eran los principios comunistas, sino el carácter neurótico de los militantes que se habían hecho con el control.
Si queremos pruebas de esto, no tenemos más que ceñirnos a la obra del propio Reich. El libro Psicología de masas del fascismo, publicado en 1934, está dedicado a explicar con todo detalle el origen del fascismo, que va más allá del nazismo y en el que han caído tanto el estalinismo como democracias occidentales. En esta obra, además de analizar el nazismo, se pregunta cómo es que la revolución rusa, que él siempre juzgó de manera positiva, acabó derivando en el autoritarismo de Stalin. Un punto fundamental, examinado en el apartado 4 del capítulo 9, es la extinción del Estado. Ofrece al lector un resumen de las ideas a este respecto de Marx, Engels y Lenin. Por ejemplo, haciendo referencia a Engels, nos dice que el Estado desaparecerá inevitablemente cuando desaparezcan las clases sociales. Lenin, por su parte, explicó por qué la llamada dictadura del proletariado era un paso necesario para llegar a una sociedad comunista. Antes de llegar a la extinción total del Estado, había que suprimir el Estado capitalista y construir un “aparato de Estado revolucionario-proletario”. Remito al lector de este blog al mencionado apartado de Psicología de masas del fascismo para que tenga un conocimiento más profundo de las condiciones en las que debía darse dicha extinción del Estado, la cual, sin embargo, no se dio. ¿Por qué?, se pregunta Reich: “¿por qué el Estado no se extinguió? ¿Qué relación guardaban las fuerzas que sostenían el «Estado proletario» con las otras fuerzas, que representaban su extinción? ¿Qué es lo que detuvo la extinción del Estado?” Y continúa más adelante:
“¿De qué depende que los soviets cumplan su función progresiva y revolucionaria o que se conviertan en estructuras vacías, meramente formales, de una corporación administrativa estatal? Al parecer, depende de lo siguiente:
Este tercer punto es el decisivo, pues de su concreción dependían en la Unión Soviética tanto la «extinción del Estado» como el que las masas humanas trabajadoras asumieran las funciones de los soviets.
Por tanto, la dictadura del proletariado no debía ser un estado permanente, sino un proceso, en cuyo comienzo se encontraría la destrucción del aparato estatal autoritario y la construcción del Estado proletario, y en cuyo final se hallaría la autoadministración total, el autogobierno de la sociedad.”
Nos queda claro al leer estas líneas que Reich apoyaba los principios en los que se había basado la revolución rusa, por tanto, se confirma lo que comentaba al principio del artículo: que no tiene sentido tildarlo de anticomunista a no ser que se haga con un fin propagandístico en apoyo del statu quo que el propio autor combatió durante toda su vida y por lo cual fue perseguido y finalmente encarcelado. Pero, volviendo a las disquisiciones acerca del desarrollo político y social de la URSS, continúa: “Lenin no vio los peligros de los nuevos funcionarios estatales. Evidentemente, pensaba que los funcionarios provenientes del proletariado no harían un uso impropio de su poder, cultivarían la verdad y conducirían al pueblo trabajador hacia su independencia. No advirtió la abismal biopatía de la estructura humana. En realidad, no la conocía”. Reich sí la conocía. En el momento de escribir el libro, llevaba unos cuantos años tratando los estragos del carácter neurótico. Hago un inciso aquí para recordar que la ciencia, ya sea la política, la social o la ciencia natural, no es estática, sino que está siempre abierta a nuevos matices, a refutaciones, a nuevas vías... Ni se debe tomar a Marx y a Lenin como profetas ni, por el contrario, como demonios, tal como hacen los divulgadores de la propaganda anticomunista. Hay que juzgar una teoría, una hipótesis, un sistema, etc. mediante la razón, aceptando que la propia crítica no está tampoco libre, a su vez, de nuevas críticas. Eso es lo que hizo Reich. Cabe la posibilidad de que se equivocase en algunos de sus postulados, al igual que es posible que los propios Marx y Lenin se equivocasen, pero no porque “el comunismo sea un plan diabólico para dominar el mundo y para instaurar un estado de total esclavitud, pobreza y hambre”. Ni siquiera el capitalismo es “un plan diabólico”, sino que la pobreza, la desigualdad, el hambre, etc., que sí existen en este sistema no son más que la consecuencia de que exista el mismo y no un fin per se.
“El primer acto del programa de Lenin, el establecimiento de la «dictadura del proletariado», dio resultado”, explica Reich. En cambio, “[e]l segundo acto, el más importante: la sustitución del aparato estatal proletario por el autogobierno social, no se materializó. Hoy, en 1944, a veintisiete años del triunfo de la Revolución rusa, no hay indicios de que haya de producirse el segundo acto de la revolución, el genuinamente democrático. El pueblo ruso está regido por un sistema dictatorial de un solo partido, con un líder autoritario como autoridad suprema”. Un error que cometen una y otra vez los mencionados propagandistas defensores del capitalismo es la identificación del comunismo con el estalinismo, al que, en obras posteriores, Reich llamó “fascismo rojo”, otro hecho utilizado para falsear su figura. Aclaro al lector que si en el fragmento citado aparece la fecha de 1944, es porque la edición que estoy utilizando es la tercera, en la que incluyó nuevos capítulos. Vale la pena leer al menos el prólogo a esta tercera edición, pues es muy ilustrativo del pensamiento de Reich acerca del fascismo. Además, nos muestra que su opinión acerca del comunismo no había cambiado con respecto a sus años de activismo político. Otra prueba similar la tenemos en la edición aparecida en 1949 de La revolución sexual, otro texto fundamental, cuya primera edición es de 1936. En este libro también se explaya en el análisis de la revolución sexual en la Rusia soviética, mostrando una vez más, su acuerdo con las tesis marxistas y leninistas y explicando que la deriva totalitaria no se debió a ellas, sino al fracaso de dicha revolución sexual y el retroceso a una moral sexual represiva. Remito otra vez al lector al texto de Reich para que compruebe si lo que aquí escribo coincide con lo que afirmaba el autor. Pero copio a continuación un párrafo que no deja lugar a dudas:
“Debemos aprender de la revolución rusa que el aspecto económico de la revolución, la expropiación de los medios privados de producción y la instauración política de la democracia social (dictadura del proletariado) van acompañadas necesariamente de una revolución en las actitudes frente a la sexualidad y en las formas de relación sexual. De la misma manera en que fue claramente comprendida e impulsada hacia adelante la revolución política y económica debe hacerse con la revolución sexual”.
Si Reich se hubiese retractado de sus ideas, ¿habría publicado en los años cuarenta nuevas ediciones de obras escritas una década antes sin haber suprimido o modificado las numerosas páginas en las que era obvia su concepción positiva del comunismo? De lo que advierte, sin embargo, es de los partidos políticos, de los cuales sí acabó alejándose. En el prólogo a la cuarta edición (la de 1949) a La revolución sexual, afirma: “Debo recalcar, todavía una vez, que desde hace más de diecisiete años mi trabajo es independiente de todos los movimientos y partidos políticos. Es ahora un trabajo en pro de la vida humana —y con frecuencia, en tenaz oposición con la amenaza política a esta misma vida”. Utilizando una expresión coloquial, Wilhelm Reich salió escaldado de su activismo político y de la posterior persecución que sufrió por parte de partidos que se decían a sí mismos comunistas, además de la persecución por parte de los nazis y la posterior del gobierno estadounidense. La razón, insisto una vez más, era la estructura de carácter y lo que llamó la plaga emocional. Es cierto que en parte de su etapa en los Estados Unidos, se percibe en él una visión ingenua de la democracia norteamericana, seguramente a causa del ambiente de creciente liberación sexual (solo en apariencia, como he explicado en mi anterior reflexión en este mismo blog), pero acabaría comprobando en sus propias carnes la realidad del estado de cosas del que fue su último país de residencia.
Acerca de la confusión de términos, un tema que he tratado en varias ocasiones aquí y en otros sitios, afirma:
“De acuerdo con la sociología de los fundadores, el «socialismo» sólo era concebible a escala internacional. Un socialismo nacional o incluso nacionalista (= nacionalsocialismo = fascismo) es un disparate sociológico y, en el estricto sentido de la palabra, un engaño a las masas. Imaginémonos que un médico hubiera descubierto un medio para combatir determinada enfermedad y lo llamara «suero curativo». A continuación se presenta un hábil usurero que quiere obtener dinero de la enfermedad de los hombres, descubre un veneno que produce dicha enfermedad, que crea en los hombres anhelos de curarse, y lo llama «remedio». Sería el heredero nacionalsocialista de ese médico. Del mismo modo, Hitler, Mussolini y Stalin se han convertido en los herederos nacionalsocialistas del socialismo internacional de Karl Marx.
El usurero que quiere enriquecerse con las enfermedades podría llamar «toxina» a su veneno. Pero lo llama «suero curativo», pues sabe muy bien que no podría vender una toxina. Lo mismo sucede con las palabras «social» y «socialista».
No podemos usar arbitrariamente palabras ya acuñadas y que poseen un sentido determinado sin crear una desesperante confusión”.
Por tanto, el hecho de que un partido, organización, gobierno, etc. se llame a sí mismo comunista o socialista no significa nada. Tenemos claros ejemplos en China y en la Rusia actual, que no son en absoluto países comunistas. Sin embargo, a los gobiernos de los países occidentales les viene muy bien esta confusión de términos para que los ciudadanos de dichos países apoyen consciente o inconscientemente el sistema imperante por temor a la “amenaza global socialcomunista”. A la clase privilegiada no le interesa que el proletariado (incluyendo aquí a los desempleados, que cada vez son más numerosos, y a los indigentes) tenga una concepción positiva del socialismo, pues no quiere que se repitan los movimientos de los dos siglos pasados (la Comuna de París, la Primera Internacional, etc.). Es por eso que pone tanto empeño en controlar la cultura, como decíamos al principio de este artículo, y debido a la tecnología, lo tiene más fácil que nunca. E incluso trata de hacer pasar a defensores recalcitrantes del autoritarismo y del sistema capitalista por revolucionarios. O, al revés, como en el caso criticado aquí, hace pasar a quienes sí fueron revolucionarios y se cuestionaron el statu quo por anticomunistas. Solo les falta decir que Kropotkin, quien defendía la socialización de los medios de producción y la abolición de la propiedad privada, llegando a proponer incluso la expropiación de las segundas viviendas de los burgueses y la anulación del pago de los alquileres por parte de los inquilinos, era liberal o impulsor de ese oxímoron llamado incoherentemente anarcocapitalismo. Por cierto, habría mucho que decir sobre los constantes errores de traducción del inglés, en los que a veces aparece “liberal” cuando el original se refiere a “libertario” y viceversa. Pero ya hemos dicho bastante por hoy. Al lector le toca, si tiene interés, adentrarse directamente en la obra de Reich y llegar a sus propias conclusiones.