El tiempo pasa muy lento a veces y mi pecho
está encendido. Mi piel tiene sed de flores. Desapareció la necesidad de
deshacer el nudo de mar. Tal vez ya se desenredó en una de mis noches azules,
las cuales, a pesar de los intermitentes días grises, tengo miedo de perder.
No sé si contestar a las llamadas que de vez
en cuando me hace un punto en el mapa, pues cuando lo he hecho, estaba vacío.
Pero no, no quiero hablar de paisajes. Mi noche así, azul, es bella, aunque mis
días también desean.
Suelo atormentarme con la idea de que mi
rostro ya no es el mismo, que realmente el tiempo no pasa lento, como si
hubiese, por lo tanto, dos tiempos, el pequeño y monótono y el fugaz y enorme que arrasa
con todo lo bueno, como un huracán, y deja marcas demasiado visibles. Pero el
agua toca mi corazón, y recuerdo al poderoso dueño del manto, quien es capaz de
devolverle el brillo a la flor marchita y el entusiasmo al alma vieja.
Dejo de pensar en el tiempo, pero mi pecho
sigue encendido y no ha llegado el día de que sople el viento. Para colmo,
figuras de cartón quieren embelesar mi carne insistentemente. Solo puedo
respirar tranquila en mis noches azules, y estas no son muchas. Aunque es
cierto que en ellas, el corazón brilla más, de modo que aumenta la sed.
¿Sed de sol? Quién sabe.