Capítulo anterior
Una risa estridente retumbó en las paredes metálicas.
Después se oyó un golpe y, finalmente, quedó todo en silencio. Unas horas más
tarde, cuando el supervisor abandonó el edificio para volver a casa, Pedro se
asomó al habitáculo donde habían encerrado al nuevo recluso. Antes de dirigirse
a él, observó las heridas que tapaban la mitad de su rostro. Ahora te traigo la cena, su voz sonó
solitaria en medio de la luz fría que no llegaba a disolver todas las sombras.
En esos intercambios, siempre se sentía ridículo. O, peor aún, abrumado por una
especie de culpa que llegaba a provocarle náuseas. Algunos presos le maldecían,
otros le ignoraban y alguno le había escupido. No tengo hambre, se oyó la voz susurrante, pero firme de aquel
joven. Pedro no supo qué responder. De camino a la sala de alimentación, pasó
por el vestuario donde estaba el botiquín de los trabajadores. Ya se le
ocurriría cualquier excusa si algún supervisor notaba la falta. Cinco años
atrás, cuando él era todavía un aprendiz, descubrieron a un agente curando las
heridas de los presos. Entonces, lo despidieron y le prohibieron regresar al distrito,
no sin antes propinarle una paliza. Jamás volvió a verlo.
Al regresar a la celda, notó de nuevo aquella sensación en
el estómago, pero aun así entró y dejó la bandeja en una esquina. A
continuación, se acercó despacio al preso, mostrándole la gasa que llevaba en la mano. El joven
permaneció sentado en el suelo, sin hacer ningún gesto y no opuso resistencia a
los movimientos tímidos de Pedro. Cuando terminó de limpiarle la sangre, se
quedaron mirándose unos segundos fijamente. El agente cerró con llave y se
deslizó de nuevo hacia su puesto, sintiendo un vacío plomizo en su interior.
Mi Estrellita, es hora
de levantarse, oyó la dulce voz de su padre, que se acercaba y descorría
las cortinas. Notaba la cálida caricia del sol, que poco a poco la iba
despertando, junto con el agradable olor que llegaba de la cocina. Mamá y yo te hemos preparado rosquillas,
le dijo su padre al oído.
Es hora de levantarse.
Es hora de levantarse. Es hora de levantarse. Estrella apagó la alarma del
reloj que siempre llevaba en la muñeca. Repasó brevemente la agenda del día. Le
tocaba estar toda la jornada en la oficina.
Sentada en su sillón, entre informe y llamada miraba por la
ventana. No sabía por qué en el distrito C no había ninguna plaza. Tan solo
edificios de oficinas y de viviendas, todos ellos altos, de un amarillo pálido.
La única excepción era el centro comercial que satisfacía las necesidades de
todos los habitantes del distrito. Estrella era feliz, sin embargo, no se
sacaba la plaza de la cabeza. Cuando tenía que visitar a socios o clientes en
el distrito F, sentía un hormigueo recorrer todo su cuerpo.
Pero aquel día no había visitas. Apartó sus ojos de la
ventana y regresó a la pantalla llena de letras y gráficos.