He decidido dejar de publicar en este blog (también hace bastante borré mis canales de Youtube y mis perfiles de redes sociales), que ha sido mi criatura durante unos cuantos años y el medio a
través del cual he conectado mi alma y mi mente con el mundo.
La razón no es la escasez de lectores, pues soy consciente
de que en medios analógicos van a ser muchos menos, sobre todo teniendo en
cuenta lo concerniente a la industria editorial y al tipo de sociedad en que
vivimos, en que lo que hiere
(utilizando la expresión de Agustín García Calvo) no interesa, pues la mayoría
busca fáciles y rápidas vías de escape que alimenten la falsa idea que los
individuos tienen de sí mismos y eviten a toda costa el dolor de descubrir lo
que hay debajo de la fachada (los impulsos secundarios, la frustración infantil
de los impulsos amorosos, la impotencia orgástica y su doloroso origen...),
impidiéndoles así conectar con el núcleo biológico.
El motivo, como digo, no es ese. Lo único que me interesa es
-permitidme este galimatías y esta excesiva redundancia- hacer lo que hago y,
si quisiera más lectores, tendría que dejar de hacerlo y empezar a hacer otra
cosa ajena a mí: en el ámbito de la literatura, escribir chorradas que suenen
bonitas, es decir, convertirme en una poetuitera o instapoeta; en el ámbito de la
lingüística, tendría que renunciar a desmontar los mitos difundidos por la
propia RAE y por ciertos intelectuales de renombre y que dominan la cultura y
lanzar a diestro y siniestro, con vídeos cortitos y muy cool, los dogmas repetidos hasta la saciedad. Porque en la
divulgación tipo Cultube, fomentar el
pensamiento crítico está prohibido y lo único que importa es extender entre los
jóvenes y no tan jóvenes las mentiras establecidas con un formato que convenza,
para lo cual es necesaria una inversión económica (un ordenador potente, una
buena conexión a Internet), muchas horas de trabajo (preparar el guion, grabar,
editar...) y también algo de carisma.
Pero el problema no es solo el contenido (los dogmas dominantes
frente a la verdad minoritaria). “El medio es el mensaje” (McLuhan) y este medio
impuesto a las masas es más agresivo que cualquier otro del pasado. Ya he
escrito algunos artículos sobre este asunto, pero, para despedirme y para que
comprendáis mejor mis razones, os dejo una reseña que escribí hace unos cuantos
meses del libro de Nicholas Carr Superficiales:
¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?
“Si el lento progreso de las
palabras por la página impresa atempera nuestro afán de inundarnos de estímulos
mentales, la Red lo fomenta”. (Carr, 2011)
Intencionadamente, el autor de Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? se
toma su tiempo para entrar en materia e incluye, antes de hacerlo, algunas
digresiones. La propia forma en que está escrito el ensayo supone un desafío a
la lectura 2.0: “Agradezco la fortaleza que demuestra habiendo llegado hasta
aquí”, le dice al lector al comienzo del capítulo 7 titulado “Mentalidad de
malabarista”. Y explica: “El trayecto que ha seguido es el mismo que hice yo al
tratar de entender lo que me pasaba por la cabeza”. Dicho recorrido es como una
canción que se recrea a sí misma en cada parte y en la transición entre ambas,
todo lo contrario a los productos actuales de la industria musical, que van
directamente al estribillo y apenas varían acordes, ritmo, intensidad,
climas...
Carr combina a la perfección la reflexión y la narración de
anécdotas con la presentación de recientes descubrimientos neurológicos,
alejándose así de la tendencia hegemónica a demostrar exclusivamente mediante
datos. Y es que ese es uno de los males de nuestro tiempo. Hemos olvidado que
los datos y la información extraída de un laboratorio no son nada sin una mente
humana que pueda interpretarlos de la manera más correcta posible, siempre
asumiendo que nuestra eficiencia nunca será del cien por cien, pues, como
expone el autor, no somos máquinas y la metáfora del ordenador para describir
nuestro cerebro está muy alejada de la realidad.
“[U]nos hipervínculos que asocian entre sí bits de datos online no son como las sinapsis de nuestro cerebro. Los vínculos web [...] carecen de la riqueza ecológica y la sensibilidad de nuestras sinapsis”.
Sin embargo, la fascinación ante las nuevas tecnologías nos
lleva a una valoración desmedida de las mismas y a querer asemejarnos a ellas.
El peligro reside, precisamente, en la capacidad de nuestro cerebro de
modificar sus conexiones neuronales y de adaptarse a los modos de las
herramientas que utilizamos.
“El precio que pagamos por asumir los poderes de la tecnología es la alienación [...] Las herramientas de la mente amplifican y a la vez adormecen las más íntimas y humanas de nuestras capacidades naturales: las de la razón, la percepción, la memoria, la emoción”.
Uno de los factores fundamentales de este adormecimiento y
esta pérdida de la capacidad de concentración, reflexión y lectura atenta es el
exceso de estímulos continuos. Y la causa de este exceso de estímulos que nos
sacan constantemente de nuestro silencio interior, y del procesamiento de un
pensamiento que quizás es relevante, es el negocio.
“Nada es gratis en el mundo de las empresas. Si no estamos pagando con dinero, ¿de qué otra manera estamos pagando?” (Santiago Bilinkis)
Las grandes empresas tecnológicas –Carr dedica varias
páginas a hablarnos de Google- se enriquecen no solo con nuestros datos, sino
también con nuestra atención. La necesitan para seguir engordando sus cifras.
“Cada clic que hacemos en la Web marca un descanso en nuestra concentración, una interrupción de abajo hacia arriba de nuestra atención; y redunda en el interés económico de Google el asegurarse de que hagamos clic, cuantas más veces, mejor. Lo último que la empresa quiere es fomentar la lectura pausada o lenta, el pensamiento concentrado. Google se dedica, literalmente, a convertir nuestra distracción en dinero”.
Y continúa la exposición, aportando cifras: “A finales de la
década de los 2000, Google no era solo la mayor empresa de Internet en todo el
mundo, sino también una de las mayores empresas mediáticas, con una facturación
de más de 22.000 millones de dólares al año, casi todos procedentes de la
publicidad, con un beneficio neto de unos 8.000 millones”. Los cuales, por
cierto, se han multiplicado a causa del tremendo salto digital que ha supuesto
la crisis de 2020. Reza así un titular de El País (29-7-2021): “Google, Apple,
Microsoft y Facebook ganan más que nunca: más de 5.000 millones de euros a la
semana”. Todo esto implica que nuestro activismo a través de medios digitales,
especialmente cuando creíamos que estábamos combatiendo la desinformación de
los medios oficiales y, aunque fuese complementario a un activismo y
contrainformación tradicionales, ha favorecido a estos gigantes tecnológicos.
Es más revolucionario salir de las redes sociales que hacer contrainformación en ellas.
La trampa está en que todo lo que hagamos a través de
Internet, “redunda en el interés económico” de tales empresas y, además, nos
mantiene distraídos. Por no hablar de que gran parte de la disidencia ha sido
blanco fácil de la desinformación de apariencia alternativa que, una vez más,
beneficia al sistema, como el fenómeno QAnon, una psy-op de manual.
Pero lo más notable, en mi opinión, del ensayo de Carr es la
refutación que hace, como apuntaba al principio, de la metáfora del ordenador,
que reduce nuestro cerebro a una máquina productiva, y la visión de los seres
humanos, de la vida en general, como simples máquinas.[1]
El enfoque de los que se empeñan en crear una inteligencia
artificial similar a la humana “se basa en hipótesis reduccionistas que dan por
sentado que el cerebro funciona de acuerdo con las mismas reglas formales de
orden matemático que el hombre usa para crear una computadora; e otras palabras,
que un ordenador habla el mismo idioma que nuestro cerebro. Pero eso es una
falacia fruto de nuestro deseo de explicar en términos inteligibles para
nosotros los fenómenos que de ninguna manera entendemos”.
Es interesante a este respecto conocer las metáforas sobre
el cerebro que el ser humano ha imaginado a lo largo de la Historia. Y, además,
la neurociencia nos aporta algunas claves que necesitamos y que,
desgraciadamente, no trascienden ámbitos minoritarios. Sea como fuere, solo
podemos conocernos a nosotros mismos, como seres humanos y como miembros
individuales de la especie, a través de la capacidad reflexiva que a la
industria tecnológica y a los distintos estados les interesa anular.
[1] Cuando
escribí este artículo, aún no había profundizado en la obra de Reich, pero
ahora tengo claro que aquí Carr describe lo que Wilhelm Reich llamaba
pensamiento mecanicista.