Siempre sobró ese jardín de flores marchitas que me acompaña hasta hoy y que, tal vez, sea la única decoración tras mi escueto adiós.
Recuerdo también aquel somier endeble al que acabaron
poniéndole un colchón. Me sentaba a descubrir nuevas canciones en la radio y
grababa mis favoritas en una cinta de cassette. Muchos años después me
enteraría de que casi todos los muchachos de la época teníamos esa costumbre.
Algunas tardes de verano prefería escuchar un disco mientras
miraba por la ventana. Me hipnotizaba tanto la vista como la palabra -circunvalación-
que rumiaba, junto con otras, en mis caminatas y trayectos en autobús.
Podía pasar horas apoyada en el alféizar, con la mirada atrapada
por el ir y venir de los coches y los largos camiones. Más allá de la
carretera, extensas y leves ondulaciones, retales producidos en masa, demasiado
familiares, que, sin embargo, en aquel momento no me provocaban el desagrado actual.
El sol se iba poniendo al compás de la música y, en el intervalo de una canción
y otra, el horizonte se transformaba en el apoteósico final de un concierto,
con miles de pequeñas luces llenando la oscuridad.
Podría haberme limitado a mirar y escuchar, que se supone
que es lo que debemos hacer, pero mi cabecita, y más en aquel ocaso de la
infancia, siempre ha sido un buen nido para criaturas imposibles y cuervos decimonónicos;
o, en ese caso, para juegos y nombres perdidos. Desde entonces, se ha quedado
retumbando un porqué que se mezcló con el ruido del despertador y del cajero
automático.
La incoherencia de esos payasos tristes que juegan a infravivir
no ha logrado estropear las páginas del bestiario de mi cabeza ni ha apagado
las luces de los conciertos que me monto cuando miro más allá.
A veces los miro y me pregunto cómo tienen esa capacidad de
integrarse en el espectáculo sin darse cuenta de que interpretan un papel. A
ratos, solo a ratos, quisiera cambiar mi jardín de flores marchitas por su
césped artificial con barbacoa y muchas voces absurdas. Pero sé que, para ello,
tendría que sacrificar a mis mantícoras, mis fénix y mis cuervos.
No me queda más que seguir buscando, quizás sin éxito, esa
agua sagrada que convierta en rico bosque mis tristes flores.
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