6/2/11

La lucha de Dawayne

Os dejo aquí el relato largo que escribí para el libro del taller de escritura hace un par de años. He corregido algunas cosas. Que lo disfrutéis:



 Érase una vez un hada llamada Astrea, a la que el hechicero Zogg, cansado de que siempre interviniera en sus planes, había encerrado en la torre del castillo real. Un día en que el hada se sentía muy triste, los soldados empujaron bruscamente a una joven a su celda. La muchacha miró a Astrea confusa, pues aunque había oído hablar de seres mágicos, jamás había conocido a ninguno.
 Así pasaron varios días. Jennabeth y Astrea siguieron conociéndose e intentando hallar el modo de salir de la celda, pero cada día les parecía menos probable conseguirlo. Estaban a punto de perder la esperanza.


En otra parte del castillo, el príncipe intentaba razonar con su padre para que liberara a la joven. El rey era un hombre muy tradicional y severo y, en los años que llevaba gobernando, jamás había infringido una sola norma, y esta vez no haría una excepción. Dawayne se sentía culpable. Todo empezó una tarde, cuando volvía de una expedición con los soldados. En una casita solitaria una chiquilla de cabellos cobrizos recogía trigo. Le pareció la mujer más hermosa que había visto nunca. Pero no pudo detenerse a saludarla. Si no llegaba a tiempo, su padre se enfadaría mucho.
 Así que decidió pasar por allí al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente... Siempre la observaba desde lejos, pues sabía lo que pasaría si se acercaba a ella. Hasta que tomó la decisión. Necesitaba saber de qué color eran sus ojos y a qué olía su delicado cuello.
 Mientras el rey y el príncipe discutían, apareció Zogg, como salido de la nada. A Dawayne no le gustaba, le provocaba cierta inquietud.  Sentía que ocultaba algo terrible.
Un poco después, salió también el príncipe, y mientras recorría el pasillo, vio a Zogg dirigiéndose hacia el cuarto que usaban los sirvientes para guardar algunos utensilios. Lo siguió en silencio. El hechicero entró en el cuarto, donde no había más que escobas, trapos y mucho polvo. Retiró algunas cosas, pronunció unas palabras en idioma desconocido y trazó una circunferencia en la pared con una daga. Tras unos segundos, una luz verde iluminó el círculo de piedra y finalmente desapareció. Zogg pasó al otro lado. Era una habitación pequeña con una mesa en el centro, sobre la que había una vieja libreta. Y junto a ella, un cáliz humeante, tres velas rojas y un cuenco que tenía un extraño líquido gris. El brujo habló al cuenco y una voz retumbante le contestó.
Dawayne ya había oído suficiente. ¿Qué haría ahora? Su padre, el reino y él mismo corrían un grave peligro. Pero no le creería. Antes de contarle el plan que el mago y la voz desconocida estaban tramando, tenía que conseguir pruebas. Necesitaba saber quién era el hombre con el que hablaba Zogg a través del cuenco.
Esa noche no pudo dormir pensando en los sucesos anteriores. Sólo le serenaba la idea de conocer a quien quería arrebatarles el reino.

El sol de la mañana iluminó todo el reino, excepto la torre donde estaban encerradas Jennabeth y el hada. Ya habían renunciado a estar tristes, pues de nada les servía. Querían pasar los interminables días encerradas con toda la alegría posible. Oyeron un ruido. Una sombra les asustó, y creyeron que las llevarían al patio de ejecución. Pero no se trataba de ningún soldado.
Pocas semanas después comenzaron las obras. Astrea, a quien Dawayne había informado, se sentía desolada por lo que sucedería a los árboles y al resto de habitantes del bosque. Tenían que hallar la manera de parar el desastre. Pero antes tenía que encontrar a los hermanos de Jenna.

El sol se escondía tras las montañas cuando llegó al pueblo del valle. Unos vecinos le indicaron la casa que buscaba. Llamó a la puerta. Le abrió un hombre de mediana edad, con bigote y vestido como un comerciante. El príncipe se presentó y le habló del cautiverio de Jennabeth. Los niños jugaban en la sala junto al fuego. Se alegraron mucho al saber que su hermana estaba viva. El hombre del bigote era un primo lejano que trabajaba para un importante terrateniente de la zona. Según comprobó, los hermanos de Jenna estaban seguros bajo su cuidado, así que se fue de allí tranquilo.

El rey cogía cada vez más confianza con el marqués, que se hospedaba en el castillo hasta que terminaran las obras. Las reuniones secretas entre él y Zogg eran habituales. Pero el príncipe ya conocía su escondite, así que un día escuchó su conversación. El marqués decía que las tropas ya estaban listas, y en cuanto acabasen de construir la fortaleza, atacarían el castillo.
-Y nosotras aquí sin poder hacer nada. La puerta está cerrada con magia y sólo se puede abrir con la daga de Zogg- dijo Astrea.
-¿Una daga con la empuñadura de rubíes y amatistas?
-¿Has visto su arma?
-Sí, vi cómo la usaba para entrar en su cuarto secreto. Si pudiera cogerla…
-Es muy peligroso. Siempre la lleva con él.
-¿También cuando duerme?
-Los magos más experimentados no necesitan dormir.
-Entonces he de seguirle en todo momento hasta que se descuide, o bien lucharé contra él para quitársela.
Se marchó sin escuchar las recomendaciones de Astrea, que ya había tenido varios enfrentamientos con Zogg y había salvado su vida porque la habían ayudado. Pero el príncipe estaba dispuesto a enfrentarse al mago. Y empezó a seguirle, a vigilarle todo el tiempo que podía sin ser descubierto. Vio que pasaba las noches en el cuarto, recitando extrañas oraciones y haciendo rituales con su daga. Era cierto que nunca se desprendía de ella, así que debía arrebatársela sin que se diera cuenta. Y conocía a un experto.
-No lo hago por menos de mil.
-Pides demasiado.
-Eres el príncipe. Tienes eso y mucho más.
-Te daré ochocientos.
-Pues quítasela tú.
-De acuerdo. Mil y no se hable más.
Era un pillo, pero discreto. Nunca hacía preguntas y se podía confiar en él. Además su habilidad sorprendía. Simplemente tropezó con el hechicero y a los pocos minutos ya se había ganado sus mil monedas.
El príncipe corrió para liberar a las chicas antes de que Zogg descubriera la pérdida. Astrea le dictó las palabras desde dentro de la celda. Le costó esfuerzo abrirla, y una vez fuera, emprendieron la huida hacia el refugio que había dispuesto Dawayne.

Zogg palpó su cinturón, inquieto. No encontraba su daga. ¿Dónde la habría puesto? Buscó en su dormitorio y en los lugares donde  había estado. Nada. Mientras pensaba, unos soldados corrían alarmados desde las mazmorras. Zogg les preguntó qué sucedía.
-Han huido, señor. La campesina y el hada.
-¿Cómo es posible que no lo hayáis impedido? ¿Es que no había nadie vigilando?
-Sí, pero salió un segundo a…
-No me importa lo que hiciera. Recibirá un castigo por no cumplir con su trabajo.
Se dio cuenta de que no había perdido su daga. Se la habían robado. Las prisioneras debían de estar de acuerdo con alguien que les hubiese ayudado a salir. Podía saber quién era usando el cuenco mágico que tenía en el cuarto, sin embargo no podía acceder a él sin su arma. Hizo memoria. ¿Dónde había estado unos minutos antes? ¿Le había pasado algo inusual? En el pasillo se había topado con alguien que no le gustó. Llevaba la ropa sucia y desgastada, pero no se fijó en su cara. Intuyó que había sido él, enviado por el hada.

Una vez refugiadas las prófugas, partió en busca del ladrón para que devolviera la daga antes del anochecer. En el camino no se oía ningún ruido y parecía que a los árboles les habían arrebatado su savia. Había algo en el suelo. Un trozo de tela manchado de barro. Se acercó y el pánico cerró sus pulmones. El ladrón yacía con el cuello lleno de sangre. Corrió sin mirar atrás hacia el castillo, y ya en su dormitorio se sentó a pensar con más calma en lo que acababa de ver. Y entonces se hizo la pregunta más alarmante de todas: ¿le habría sacado información antes de matarlo? Y en ese caso, ¿qué le habría contado? Ahora debía ser muy cauteloso y vigilar constantemente sus espaldas.
Al día siguiente, el rey y su hijo desayunaron juntos. Dawayne pensó que era un buen momento para contarle a su padre todo lo que sabía. Pero no le escuchaba. Sus ojos estaban diferentes.
-Padre, deberías comer algo. No tienes buen aspecto– el rey no le contestó, sino que se llevó la copa a los labios y aún no había terminado de beber, cuando se desplomó en el asiento.
-Padre, ¿qué te pasa? Padre, padre. ¡Ayuda, por favor!
-Ya está mejor –dijo el sanador– No pretendo alarmarle, pero es necesario que lo sepa: el rey ha sido envenenado. Por los síntomas, puedo decirle que lleva varias semanas tomando pequeñas dosis de veneno, que a la larga puede matarle. Pero antes de darle más datos tengo que hacer unas pruebas. Es muy importante que no beba ni coma nada de origen desconocido. Tenemos que descubrir de dónde ha salido este veneno.
El sanador se marchó y en su lugar entró Zogg.
-¿Cómo se encuentra? – le preguntó con fingida amabilidad.
-Aún está débil, pero pronto mejorará.
-¿Se sabe algo de las presas fugadas?
-Aún no.
-Quizás no estén poniendo suficiente empeño en la búsqueda.
-Los soldados tienen tareas más importantes que la de buscar a dos insignificantes mujeres.
-¿Estás seguro de su inocencia? Se dice que son muy peligrosas, e incluso que han matado a un hombre.
-No he sido informado. ¿A qué hombre os referís?
-Anoche los soldados del marqués encontraron el cadáver en los alrededores del castillo. Por su vestimenta parecía un indefenso mendigo. Es mucha casualidad que en el mismo día ocurran dos tragedias: la fuga y el asesinato. ¿No te parece?
El príncipe no contestó
-Por cierto, –continuó Zogg – el marqués me ha comentado que no habéis tenido ocasión de conversar, lo que es una pena, pues sabe mucho sobre estrategia militar y te puede dar consejos útiles.
-Me gustaría compartir sus conocimientos, pero no dispongo de tiempo libre. Si tuvieseis la amabilidad de saludarle en mi nombre, os lo agradecería mucho.
-¿Qué ocurre aquí? –dijo el rey, con la voz todavía cansada. Dawayne le explicó lo del desmayo, pero no le dijo nada acerca del veneno, pues no quería sobresaltarle. Permaneció en la habitación hasta que Zogg salió. No quería que se quedase a solas con el rey. Y antes de irse, ordenó al aya que no saliese en ningún momento del dormitorio
-Siento tener que irme, padre, pero tengo muchas tareas de las que ocuparme.
-¿Podrías hacerme antes un favor? – el príncipe asintió.
-En la mesa de mi gabinete tengo unos documentos que el marqués me pidió que firmase lo antes posible. ¿Puedes traérmelos y entregárselos?
-Por supuesto, padre.
Dawayne fue al gabinete del rey. Sobre la mesa estaban los documentos que tanto urgían al marqués. Supuso que sería algún permiso para aligerar las obras, pero cuando leyó, descubrió el engaño. No podía permitir que el rey firmase ese documento, pues si lo hacía, perdería el reino. Entonces no pretendían matar a mi padre al envenenarlo, sino incapacitarlo para poder manipularlo. Y acusarán a Jennabeth y a Astrea no sólo del asesinato del ladrón, sino también del envenenamiento de mi padre. Y el castigo... No. Tenía que buscar alguna solución. Si ejecutaban a Jennabeth, la culpabilidad y la tristeza lo matarían a él. Y no estaba dispuesto a ello. Su padre le había enseñado que nunca hay que rendirse. Lucharía hasta el final, aunque perdiese la batalla.
-Os he traído provisiones para mucho tiempo, pues desde hoy no podré venir más. Los soldados del marqués están por todo el castillo. Ahora hemos de ser discretos. Bajo ningún concepto salgáis de aquí –Dawayne contó a las chicas los últimos acontecimientos y las advirtió de las acusaciones contra ellas. No tardó mucho en volver al castillo.
Al día siguiente, mientras visitaba a su padre, llegó el sanador con los resultados de las pruebas. El veneno provenía de una planta poco común, el trébol rojo, cuyo aceite esencial, ingerido, provoca fiebre y mareos, y a la larga va destruyendo paulatinamente las vísceras. Al parecer, debían de habérselo echado en la bebida.
-¿Quién habrá sido? ¿Y por qué quiere hacerme daño? –Se preguntó el rey.
-Seguro que han sido las presas fugadas, señor –le contestó el marqués, que acababa de entrar en el dormitorio como una poderosa ráfaga de viento. Ya han asesinado a un hombre. No me extrañaría que también quisieran acabar con la valiosa vida de vuestra majestad.
Dawayne sabía quién era el verdadero culpable, pero necesitaba pruebas para demostrarlo, y sospechaba dónde podía encontrarlas.

Se escondió tras unas viejas fregonas que colgaban de la pared mientras Zogg abría la puerta invisible con su daga., que había encontrado misteriosamente junto a la puerta de su dormitorio. Una vez abierta, entró detrás de él como su sombra y se agazapó tras una estantería. Miró a su alrededor en busca de la planta venenosa y no la vio. Después alzó la vista. En los estantes que le escondían había frascos de vidrio que contenían varias hierbas. Sólo reconoció una que se usaba en las batallas para cicatrizar las heridas de los combatientes. Uno de los frascos del tercer estante guardaba pequeñas hojas del color de la sangre seca. Tenía que ser el veneno, pero debía marcharse antes de que Zogg cerrase la puerta y le dejase encerrado. Aprovechó el trance del mago y salió con el frasco como si los espíritus a los que rezaba el hechicero le persiguiesen. No paró hasta llegar a la sala principal. Inspiró profundamente y consiguió dejar de temblar. Después giró la cabeza sin creer lo que veía. Unos brillantes puntos azules atravesaron su cráneo.
-Ni el propio aire escapa a los ojos de un mago.
-Yo pensaba que la labor de un mago era ayudar a los demás en lugar de hacerles enfermar.
-Un buen mago sólo se ayuda a sí mismo. –afirmó Zogg.
-¿Y tu relación con el marqués?
-Muy simple. Él hace el trabajo sucio para que yo consiga mi objetivo y después…
-Te desharás de él, ¿verdad? –le interrumpió Dawayne.-Ahora lo entiendo.
-Pero mejor hablemos de ti y de eso que te has llevado de mi estante. ¡Dame el frasco! –exigió Zogg, iracundo.
-Tendrás que matarme para conseguirlo.
-Está bien. De todos modos pensaba hacerlo.
Zogg hizo un movimiento curvo con su daga y la clavó en el aire. En el mismo instante, Dawayne sintió un escozor en el brazo. Estaba sangrando. Sabía que una lucha en esas condiciones no resultaría fácil, pero no iba a rendirse. No cuando tenía pruebas para encerrar a Zogg y restablecer la paz en el castillo. Así que desenvainó su espada, se acercó a Zogg y le lanzó una estocada en el lugar donde Zogg acababa de desvanecerse. Sintió otra punzada en su espalda. El mago se había situado tras él. Dawayne giró en círculo con toda su fuerza y le cortó el brazo que sostenía la daga, quien contuvo un intenso grito. Después miró fijamente su daga, siseando unas palabras y el arma voló a su mano sana. Siguieron luchando durante largo rato. El príncipe estaba exhausto. Por cada herida que le causaba al mago, él recibía diez. Necesitaba ayuda o acabaría matándolo. Y, como si le hubiesen leído el pensamiento, tres soldados entraron en la sala, alertados por el sonido de las armas. En cuanto vieron el rostro apurado del príncipe, atacaron a Zogg con sus negras espadas, pero antes de herirle, una bola de luz roja surgió de la palma de su mano y empujó bruscamente a los tres hombres. Dawayne aprovechó la leve distracción y le clavó la espada en el cuello. El mago no llegó a sangrar, sino que se desvaneció como la oscuridad al llegar el día. Dawayne se desplomó. Pero no duró mucho su descanso. Afuera había un gran estruendo. Miró por la ventana: había comenzado el asedio.
Los soldados del marqués, vestidos de rojo, atacaban despiadadamente al ejército real para derribar la puerta. Aunque había enseñado muy bien a sus hombres las técnicas de la lucha, no podía dejarles solos. El príncipe corrió en busca de su armadura y salió al patio principal, donde tenía lugar la batalla. Cuando los soldados le vieron portando el escudo del reino, una oleada de ímpetu se introdujo en ellos. No tuvo tiempo de dirigirles la habitual arenga, así que silenció durante un rato su dolor y se lanzó a la batalla con todas las fuerzas que aún le quedaban. Derribó a decenas de hombres. Pero no se lo estaban poniendo fácil. El Ejército Rojo -así se hacía llamar, no sólo por ser el color de su traje y escudo- atacaba con violencia y audacia a la vez. Los soldados combinaban unos potentes brazos con un ingenioso cerebro. En cambio, los soldados del rey no eran tan fuertes, pero sabían organizarse para que sus ataques fuesen más efectivos y eran ligeros y sigilosos. Aparecían por detrás del enemigo y le atacaban antes de que se diera cuenta. Así transcurrió la lucha durante varias horas. Al atardecer, sólo quedaban unas decenas de soldados en pie. El Ejército Rojo no había logrado derribar la puerta, pero habían causado desperfectos. El príncipe continuaba luchando, aunque sus músculos apenas le respondían ya. Habría regalado su propia espada por unas horas de descanso. Un soldado de pobladas cejas negras aprovechó su descuido y le tiró al suelo. Levantó su hacha para clavársela, y cuando estaba a punto de bajar sus brazos, cayó estrepitosamente hacia atrás. Un soldado le había atacado.
-Gracias, compañero. Me has salvado la vida. ¿Puedo saber tu nombre? –el desconocido salvador se quitó el yelmo y le dijo:
-¿Es que ya no reconoces a tu anciano padre?
-Pero, ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar en la cama? ¿Y si te pasa algo?
-¿Desde cuándo los hijos regañan a sus padres? –contestó el rey con una discreta sonrisa. –Un rey nunca deja solo a su ejército, aunque esté enfermo.
-Supongo que ya sabes que fue Zogg quien te envenenó.
-¿Zogg? Creo que te equivocas, hijo. Todo esto ha sido ideado por el marqués.
-Es cierto que el marqués nos ha traicionado, pero no ha actuado solo. No es más que un títere en manos de alguien más poderoso. Yo mismo he sido testigo. –Dawayne le contó al rey lo que había sucedido en los últimos meses, desde que descubrió el cuarto secreto hasta la reciente batalla contra el mago. Le mostró también el documento en el que cedía el reino al marqués si hubiera firmado y la planta venenosa que aún guardaba, por la que el mago le había causado tantas heridas.

La batalla había terminado. Ambos ejércitos habían tenido un gran número de bajas, pero el ejército del rey había logrado su objetivo: que el enemigo no entrase en el castillo. El marqués no había participado en la lucha. No se parecía en nada a sus hombres. Cuando el rey volvió a su dormitorio, se lo encontró allí, buscando desesperado el documento que debería haber firmado. Quería quedarse con el castillo a toda costa. Al advertir su presencia, forzó una sonrisa y huyó, escondiendo bajo su túnica las joyas de la difunta reina. Pero el rey no pensaba dejarle impune. Corrió, aunque aún estaba débil, y le agarró por detrás.
-¿Os vais, marquésº?
-Sí, tengo un poco de prisa. Ha habido un robo en mi finca y debo volver inmediatamente.
-Pero hay que despedir a los invitados con una ceremonia.
-No es necesario, majestad. Por cierto, creo que se os ha olvidado firmar el documento que os di.
-No se me ha olvidado, señor Bassecourt. –En ese momento, dos soldados cruzaron el pasillo. El rey les hizo una señal y detuvieron al marqués.
-¡Majestad! ¿Por qué…? –El rey no le dejó terminar la pregunta.
-Estáis acusado de traición. ¡Soldados, llevadlo al calabozo! Mañana será ejecutado.
-¿Ejecutado? No, majestad. Yo no he hecho nada.
-Eso decídselo a los soldados que ha herido vuestro ejército.
-¿Mi ejército? Yo no sé nada. Seguro que se han revelado, pero yo no tengo nada que ver. Nada de nada. –pero el rey no dijo nada más y los gritos del marqués se silenciaban a medida que lo soldados lo arrastraban a su celda.
El príncipe entró en la cueva donde se escondían la campesina y el hada.
-¿Qué ha pasado? ¿Ya podemos salir? ¿El rey está bien? –preguntó Astrea, que tenía la esperanza de que el bosque no estuviera muy dañado. –Dawayne contestó a sus preguntas, pero antes miró detenidamente a Jennabeth. El cautiverio no había conseguido borrar el esplendor de su piel. Sus grandes ojos marrones atravesaban la pared, evitando el contacto visual con el príncipe.
-Jennabeth, -le dijo entonces- puedes mirarme. Aquí dentro nadie te va a castigar. –Astrea asintió con complicidad. La mujer alzó la cabeza, descubriendo, igual que la primera vez que se vieron en el campo, un rostro que transmitía seguridad y claridad. De repente, un cálido hormigueo recorrió todo su cuerpo y se paró en su pecho, pero su conciencia enseguida le advirtió de lo desafortunada que era esa emoción. Las campesinas y los príncipes pertenecen a mundos distintos.
Una vez en el castillo, el príncipe confesó a su padre que él había ayudado a las chicas a escapar y las había escondido. El rey cruzó los brazos y frunció el ceño.
-¿Y dónde están ahora?

Jennabeth y Astrea oyeron girar el picaporte. Se les encogió el estómago cuando el rey entró seguido del príncipe. Tras un largo silencio, dijo:
-Podéis iros.
Su expresión era rígida, pero en sus ancianos ojos se podía leer compasión. Se dirigió al hada:
-Os encargo la tarea de reparar los daños causados en el bosque. Tendréis varios trabajadores del castillo a vuestro cargo. Mañana acordaremos el resto de condiciones. En cuanto a vos, volveréis a casa con vuestra familia y, si estáis de acuerdo, seréis nuestra proveedora: quinientas monedas por saco de trigo. -Jennabeth dejó escapar una sonrisa.

Después de un año, todo volvió a la normalidad. Todos trabajaban con entusiasmo. Jennabeth y el príncipe se veían con frecuencia y su amistad crecía a la par que los árboles del bosque, que Astrea cuidaba con tanto cariño.
Pero nadie sabía lo que duraría su felicidad, pues en la montaña de Arawyth, Zogg trabajaba también en sus nuevos planes para dominar el reino.

1 comentario:

  1. Muy buen relato. Como lectora, me hicieron falta algunas descripciones de personajes, como el del ladrón, algunos señalamientos de cambio de lugar, pero me gustó.

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