Puedo al fin pasear por estas calles sin sensación de ahogo. Pero no fue así hace un tiempo. Años atrás rogué una y otra vez partir de aquella yerma cárcel, y en cuanto se me presentó la oportunidad, no lo dudé. Aún con mis impedimentos, me refugié de estos jardines que antes fueron escombros, creyendo que podría librarme para siempre.
Dijo Tolkien en Los hijos de Húrin: "El hombre que huye de lo que teme acaba comprobando que sólo ha tomado un atajo para encontrarse con ello". Tan sólo fue un atajo. Separarme de aquel remanso de paz que había construido, quizás con ladrillos de fantasía, fue como desgarrarme el alma. Pero peor fue vivir de nuevo encerrada en mi escombrera. Mucho tiempo tardé en aceptar mi destino. Perdí mi fuerza física, que aunque no era mucha, al menos me servía en mi día a día; perdí el entusiasmo; murieron mis anhelos y envolví mi corazón en una espesa niebla incolora e insípida.

Y sólo entonces, cuando las lágrimas disolvieron la niebla de impasibilidad igual que las lágrimas del caballero terminaron por deshacer su armadura, unas manos invisibles comenzaron a arrancar las malas hierbas y a convertir aquella escombrera en un fecundo jardín, proceso en el cual me encuentro inmersa en esta primavera de mi vida.
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