Me senté en las escaleras, ahora tan distintas, pegadas a la
pared que hace tiempo comenzó a amarillear. Su color me recordó ese sol que no
consigue traspasar la piel. Son unas escaleras largas, tanto que parecen no
tener fin. Hace años olían muy bien y la luz se reflejaba en ellas. Ahora
sirven de refugio al polvo.
Pienso que tal vez no debería haber abierto esa puerta. En
realidad, si hubiese dependido de mí, no lo habría hecho. Es el pequeño duende
que siempre me acompaña, que me obliga a caminar y, a veces, a reír, algo no
muy propio de mí.
Fue como entrar en una realidad paralela, donde se
distorsionaban el tiempo y el espacio. Y, efectivamente, el número de metros
cuadrados era el mismo, pero el aire parecía ondularse y retorcía infame algo
dentro de mí. Tan grande debía de ser su influencia que de los ojos del duende salió
una lágrima. Su viaje pareció durar horas. Mientras descendía vi la imagen, ya
casi sin color, de distintas sonrisas. Cuando la lágrima tocó el suelo, se
partió en mil pedazos que no desaparecieron.
Entonces, la tristeza que había conseguido atrapar al
duende, me abrazó, me besó y me envolvió en su aliento helado. Incluso a mí,
que estoy acostumbrada desde siempre a sentimientos grises, me abrumó. Y, sin
embargo, no hubo llanto. Solo podía mirar la escalera.
Cuando el viento volvió a silbar, nos levantamos y nos
fuimos de allí. Al cerrar la puerta, vi los pedazos de lágrima que, incluso sin
moverse, mordían mi pecho.
Ahora estamos lejos, pero el beso no quiere abandonar mi
sangre y aquí sigue sin llover.
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