Las cosas cambian despacio, pero de manera radical. Son como
gotas que caen rítmicamente y, al final, acaban formando un dulce mar.
Nuevas etapas en esta eterna subida donde lo bello, como
muchas veces habrás oído, es el viaje. Nunca cesarán las tormentas, pero
siempre, tras húmedos inviernos, el viento apartará las nubes para que podamos
ver las luces del cielo.
Si los pensamientos son hojas, mi mente la mayor parte del
tiempo es otoño, pero las raíces beben armonía que, superando obstáculos, logra
llegar al corazón.
Últimamente el tiempo ha ido tan lento y tan rápido a la
vez. En mi pecho ha habido espinosas cadenas, cárceles de plomo, regeneradoras
mariposas, olas de sol e intensa noche. Busqué y creí encontrar, tras haberme
perdido en tugurios que parecían tiritas para los desgarrones del alma que hoy
respira.
Cuando era solo una brizna de hierba que debía convertirse
en flor, fui instruida en la degradación, la cual no hice más que repetir.
Marchita, con el vestido rasgado y los ojos rojos, buscando agradables sombras
donde cobijarme.
Ahora me alegro de que no hubiese un jardín lo
suficientemente valiente como para arrancar mis raíces de entre las zarzas -qué
jardín desea tener una flor marchita-, pues este extraño rocío que de repente
emanaron mis pétalos ha empezado a transformar el vertedero en el que crecí, y
a mis amigas amapolas y margaritas dejaron de llamarlas malas hierbas; en lugar
de eso, se bañaron en su aroma, se embriagaron de su tacto.
Volver al pasado es absurdo, pero es necesario comprenderlo.
De otro modo, y como ya alguien dijo, estamos condenados a repetirlo. Incluso
el verde de los árboles cambia en un mismo día. La sensación al contemplarlo es
la misma, pero las palabras que genera son distintas. También la brisa susurra
diferentes imágenes, aunque el placer que provoca al rozar la piel siempre sea
igual.
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