Primero
te enterró mi odio, después ese gusto tuyo por los cenagales. Y el
resto del tiempo, todo ha sido una alternancia de periodos de
silencio y otros en que sensaciones, colores, limpias volutas de humo
surgían de algún lugar recóndito de mi corazón al que ni yo he
podido acceder, para salir a través de mi aliento tras haber tocado
las notas más azules de mi alma.
Me
gustabas porque me veías por dentro, algo que nadie había hecho
antes. Veías mi presente y mi pasado sin que yo te dijera nada.
Veías mis nudos y me transmitías la confianza en que podía
desenredarlos por mí misma. Esa era otra de tus grandes virtudes: la
capacidad de ver el potencial de cada ser. Era tan satisfactorio para
mí, teniendo en cuenta la inseguridad que siempre me acompañó,
reforzada por todas las situaciones ridículas en las que siempre
acababa. Delante de ti podía llorar sin sentirme una tonta y, por
último, no sé cómo, lograste que decidiera salir de la botella de
cristal en la que permanecía, no oculta, claro, pero sí protegida
en exceso. Por ti estuve dispuesta a palpar el aire directamente con
mis dedos y expuse mi pecho a las inclemencias del tiempo.
Pero
algo hice mal. No sirvió. Mi veneno y tu cobardía mordieron la
realidad. Se llevaron incluso la paz, porque tú, que sabes que no
puedo vivir sin un perdón y un como amigos, aunque jamás te
vuelva a llamar, decidiste sumergirte en ese extraño mundo que
intenté, sin éxito, comprender.
Por
eso te ha enterrado mi rencor y te ha desenterrado el subconsciente
miles de veces. Pero ahora es el fin. Por mucho que la poesía se
empeñe en hacerme malescribir sobre tus ojos negros, lo cierto es
que cada vez están más desdibujados. Todas las noches junto al
fuego, los cientos de canciones que decidí amar, lo que aprendí de
ti, las veces que me hacías reír, los miedos que vencí, aquella
noche que me esperabas con tu capucha negra en la carretera vacía,
bajo la dulce lluvia. Todo se va.
Yo
tuve que descender a mis infiernos, para expulsar de una vez por
todas la maldita hiel que ha corrompido todo aquello que mis manos
han tocado, o han querido tocar. Tú te perdiste en la niebla, en el
antisilencio, en la luz artificial, asesina de estrellas. Y no hubo
ni siquiera un beso de despedida. Solo un frío autobús y un
desgarro en el vientre y en el alma.
Y ya
ves, mi vida mejora poco a poco, pero contigo se quedó la oscuridad
que necesitaba para poder ver las estrellas. Aprendo a vivir de
manera práctica, aprendo la calma y esa falsa amabilidad que siempre
aborrecí. Las conversaciones triviales, vivir porque hay que
hacerlo, intentando sacar lo mejor de cada día.
Allí
se quedó la niña que aún tenía que madurar, la que decía locuras
y cantaba a los árboles. Y ha sido sustituida por una persona que
todavía no sé si conozco. Más madura, sí, que procura cumplir
todas sus obligaciones y no fallar. Una persona que ha perdido su
sonrisa sincera.
Es
cierto que no quiero volver a verte, pero necesito desesperadamente
volver a verme a mí misma.
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