Hoy es uno de esos días en que
solo apetece escribir por escribir, sin ningún orden, ni belleza, ni
coherencia. Sin escoger las palabras, ni buscar metáforas.
Y como no hay ganas de buscar un
conector, empiezo así, sin más. Camino bajo la humedad y veo estos árboles de
hojas amarillas y marrones. Debería sentir algo especial. Pero he visto que ya
no existe el otoño para mí. La vida -bueno, no creo que sea ella; tal vez se
trate de la antivida, por llamar de algún modo a esa fuerza contraria a la que
arregla las cosas y hace que todo funcione- me lo arrebató, siempre con mi
ayuda, por supuesto, si no, no tendría razón para llamarme a mí misma
gilipollas.
¿Para qué describir cómo era mi
otoño? Simplemente era algo y ahora no es nada. Y me pregunto si he perdido
alguna estación más, por ejemplo, el invierno. Y veo que sí. Que me ha quedado
un invierno completamente antinatural, donde lo que importa es calentarse y no
con qué se calienta uno. Mejor dicho, lo que importa es no pasar frío. Mientras
que, en el invierno que perdí (que me arrebaté con ayuda de la antivida, o
viceversa) no existía el frío como algo hiriente, sino como un aspecto más de
la naturaleza que me arropaba cada día.
No sirve de nada lamentarse,
bien lo sé, que fui experta en autocompasión hace ya muchos años. Puede parecer
que esto es otra forma de autocompasión, pero yo creo que no, porque no se
trata de lástima, sino de aceptar la propia gilipollez. Y creo que también me
estoy convirtiendo en una experta en esto.
La idea es vivir de la mejor
manera posible sabiendo que jamás volverás a vivir de verdad, a no ser que a la
primavera le diese por llegar, pero ahora soy tan escéptica. Se supone que
tendría que ser feliz, porque estoy caminando con mi sueño, el del bosque de
letras. Y sí que me llena, pero no me completa.
Las estaciones siguen faltando.
No seré tan ingenua de atribuir esa completud a una persona. Lo que yo he
perdido es más que una persona, es una vida que en parte me vi obligada a
abandonar y en parte abandoné yo solita por motivos que no vienen al caso,
aunque, en resumen, son el título de esta cosa que estoy escribiendo.
Y el dolor de la pérdida
autoimpuesta, del desgarramiento, lo veo reflejado materialmente, pues con mi
felicidad se fueron parte de mi juventud y de la belleza que un día tuve. Es
como convertirse en un monstruo y dejar que esa bestia se trague a tu verdadero
yo. Y ver que no puedes hacer nada, porque todo parece compuesto de fuerzas que
te superan. Sé que ese yo no va a volver. Pero lo que no sé es qué carajo soy
yo ahora. Porque a la bestia que fui ya me la follé y la consumí (dije que no
iba a buscar metáforas; esta ha salido sola). Y no sé qué ha quedado ahora. No
soy mi monstruo, ni soy la persona que fui, la que tenía estaciones.
Parece que no soy más que un
conjunto de vestigios sin alma, por dentro y por fuera. Un amasijo de
desordenados nudos que a veces se siente invadido por jodidas chispas que
quiere rehuir y no puede. No puede porque tiene sed, demasiada sed. Y sabe que
posiblemente las chispas no le llenen, pero también sabe que el fuego ya no existe y tiene que conformarse con lo que hay.
A no ser que llegue la
primavera.
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