Cuando no es ruido físico, es ruido mental, sensación de falta
de espacio, necesidad de un rincón de completa soledad. Pero nunca llega. Da
igual con quién viva. Da igual el tamaño de estas cuatro paredes. Todo es
exceso y ausencia.
Ya lo dije hace tiempo, la peor ausencia es la de uno mismo.
Y es que estoy sin estar. Me escucho, accedo a mí, me
siento, pero lejana, al otro lado de una pared gelatinosa que distorsiona lo
que percibo.
Se acumula el vacío bajo mis ojos, en la raíz de mis
cabellos, quizás incluso en la sangre plomiza.
Me canso de consejos desencaminados. De palabras huecas. De
notas sin música.
Solo a veces el aire y las hojas hacen palpitar mi espíritu.
Pero huyen rápido. O me pierdo yo, arrastrada por una fuerza que me encadena a
la cárcel de esta selva roja y cuadrada. Una cárcel de farolas, de falsa dialéctica
de hunos contra hotros enarbolando símbolos gastados, de siluetas uniformadas
que cumplen y hacen cumplir el caos, robots sin alma, sin ansias de libertad.
Voces que apagan el viento del pueblo que despertó el orcelitano. Que exilian
la poesía y el pecho ardiente. Que envenenan las almas y el sabor primigenio de
las cosas, fumigando lemas, culpabilidades, colores, adorando un pasado
ficticio y llenando de silencios tantos nombres, tantas semillas que con coraje
se transformaron en bosques casi eternos.
Semillas como las Soledades del sevillano, los negros
romances del granaíno, los buitres y los Blasillos del rector vasco, El
hacha certera de nuestro zamorano.
Hemos perdido muchos nombres, insisto. Nombres que son más
que conjuntos de letras. Mientras los ciudadanos dormidos ensalzan ídolos de
pies de barro, grandes hazañas que llenan bolsillos ajenos mientras empobrecen los
corazones de todos.
Me pregunto, tras este fluir anárquico, si el ruido que me
aleja de mí es solo mío o forma parte de ese ruido colectivo que enturbia a la
humanidad.
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