Tal vez aquellos labios
guardasen en su interior sangre reseca. El caso es que el fuego llegó a
trompicones aquel invierno y no hubo suficiente para mantener el vuelo de la
mariposa. Aun así, fue el último en el que sentí algo de calidez. Comencé a
vagar por un blanco desierto. Una tortura para quien, además de odiar ese
color, había pasado tanto tiempo arropada por un pedazo de negro universo
infinito. Un blanco cruel, que no solo abofeteaba el corazón entre inarmónicas
carcajadas, sino que, además, apagaba todas las estrellas que hasta el momento
habían guiado mi senda.
Por tanto, sin estrellas y sin
verdes compañeros, continué caminando, empujada por una absurda obstinación.
Supongo que nunca me gustó eso de rendirme. El corazón desgarrado, sin alas,
lloró al verse en el espejo del hielo. Las lágrimas golpeaban el suelo como
canicas olvidadas en el patio de un colegio. Pero algo se apiadó de mí -quizás
mi propia tozudez- y el desierto dio paso a un espacio neutro, habitado por
humanoides del color de la ceniza.
Ellos me azuzaban para que
persiguiera el disco amarillo del cielo, al que, por ignorancia, llamaban sol.
Aun sabiendo que no tenían razón, lo hice. Pero, cuanto más me acercaba a ese
círculo aplanado, más se alejaba de mí. Con esto, aprendí a no escuchar más que
a los susurros de la ondina que, cuando nací, tomó por hogar mi pecho. Comencé
a coser con el hilo del pensamiento y, al mismo tiempo, a dibujar con mis pies
sobre el barro.
Fue creciendo el tapiz y
aumentando el bosque de arcilla, mientras contemplaba las grietas que
atravesaban el alma, sin esperar que cayese un brillante cemento del cielo y,
contradicción que jamás he entendido, sin perder la esperanza.
Hoy sigo sin ver el sol, pero ya
no escuecen los latigazos de la intemperie. Es como si las cicatrices fuesen
besadas por la Nada. Ondina continúa susurrándome paisajes que procuro plasmar
en mi tapiz, aunque a veces las figuras acaban mezclándose con todo tipo de
emociones y el resultado varía con respecto a la idea original.
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