Se llevaron el camino de baldosas amarillas cuando aún no
había aprendido a volar. Y aquellos ojos permanecieron dormidos allá donde las
lágrimas se olvidan a sí mismas. Pero, no sé si por suerte o por desgracia, la
vida es cíclica y llama a la puerta de la conciencia cuando menos lo esperas.
Siempre creí que los ojos claros estaban vacíos, porque los
primeros que iluminaron mis cabellos quedaron enterrados muy pronto. Y es solo
ahora, después de tantos años, cuando mi alma vuelve a recordar.
Ojos que reflejaban sueños, ventanas al espumoso terciopelo.
Ojos a veces montaña, a veces aquel lago de Sanabria que guardaba en su
interior una corriente cálida. Y, sobre todo, el valle que parecía un lecho en
el que todo el Universo me arropaba, con su templo de Silencio en el centro.
Pero en todo cuento hay una sombra demasiado real a la que le
gusta rasgar páginas. Ni siquiera recuerdo cómo el valle y el lago
desaparecieron. La dulce soledad a la que invitaban fue sustituida por la
asfixiante compañía de un espino oxidado. Y tuve que comenzar a recorrer el
mundo sin una sola huella que me marcase el camino. Poco a poco fui
convirtiéndome en mujer sin saber lo que significaba serlo.
Me dijeron que tu mirada se había nublado, que los gusanos
plateados habían perforado tu rostro. Pero hoy aparecen tus ojos y, a pesar de
los más de veinte años transcurridos, me reconocen a la primera, y en ellos
reconozco yo la misma serenidad, aunque apenas los pueda acompañar ya una
sonrisa.
Tal vez el camino de baldosas amarillas ha desaparecido
para siempre, pero hoy el cielo es un poquito más claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario