¿Qué haces llamándome, primavera? Dibujas suaves flores en
su rostro y ordenas con dulzura a Febo que se arrodille ante él. Y mis manos se
abren. Y la roca me reprocha que aún tenga el don de acariciar, pero no sabe
que guardo -no sé si queriendo o sin querer- marcas de clavos que resbalaron
solos, y que, no obstante, sigo siendo viento cuya brújula está hecha de átomos-estrella.
Me llamas, primavera, tú siempre tan alegre, tan incurable sonámbula, tan yo -o yo tan
como tú-que, no es que no veas el precipicio tras el campo de amapolas, es que
piensas que tienes alas. Vuelas por donde quieres, regalas tu fragancia, pintas
todo de colores y, después, siempre acabas encerrada en un infierno de hielo, tras
unos barrotes de átomos-plástico.
¿Por qué me allanas el camino? ¿No ves que las dos pensamos
que sensatez es el nombre de alguna
nueva raza de duendecillos? Y, sí, sentimos la cicatriz dentro del pecho, podemos
oír la onda de cada latido. Guardamos en una cajita de cristal el sabor de cada
lágrima. Pero, aun pudiendo hacer caso a los pétreos consejos, preferimos ser
olas que la besan una y otra vez, porque, aunque cada vaivén que nos devuelve a
la tiranía de Hades le da la razón, nuestros ingenuos pasos disuelven sus argumentos
poco a poco.
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