Él, su lejano e íntimo él lo llamaba la “Gran Costumbre”.
Ella, aspirante a Maga, prefería “niebla”. Separaba así el ente real, el que le
rozaba los poros, el que se exhibía inerte ante sus ojos de la sensación que
intentaba adueñarse de ellos desde adentro. Pegajosa sensación de cárcel, el asfalto volviendo al origen nada remoto, a
ciegos alfareros que lo ven todo menos la claridad y la oscuridad.
Tampoco ella creía en fórmulas, “¿Qué tal, López?”, “feliz
esto”, “feliz aquello”, “buenos días”..., acostumbrada a detenerse en cada
palabra y a repudiar conversaciones de ascensor. Solo a veces las consideraba,
cuando aprendió la utilidad que se podía extraer de ellas. Y es que, sí, solo a
veces había una verdadera necesidad de ejecutar el acto de habla, de meterse
realmente en el papel de emisor o destinatario, disfrazando el mensaje con las
citadas fórmulas, tomándolas como excusa para conseguir un poco de calidez. La
vecina del quinto te dice que seguramente llueva por la tarde porque no tiene
la suficiente confianza- o ni siquiera ella se da cuenta- para expresarte su
necesidad de ser escuchada, de saber que otra persona va a hacer de
destinatario para que ella pueda sentirse un emisor eficaz. También podemos tener
el anhelo de recibir. Entonces es ese rol (el de receptor) el que cobra más
importancia que el resto. ¿Podemos considerar que hay mensajes ocultos,
entonces? No lo creo. Parece solo el acto de habla como el hecho de respirar, también
dos direcciones, pero un sujeto activo y pasivo al mismo tiempo. En la comunicación
son dos sujetos activos y pasivos de manera alternativa.
Y así estaba ella, deambulando entre respiración y
comunicación, entre soledad y cómo llamarlo, “otredad”, como leyó en aquel rugido
de papel susurrante. Pero, ¿cómo integrarse en la otredad, si no se fiaba de la
“otra mano tendida desde el afuera, desde lo otro”?
Antigua experta en derribar muros, en hallar tesoros, en
detectar senderos, en arrancar máscaras y convertir espantapájaros en polvo de
estrellas, ahora estaba paralizada, caminando en espiral por la niebla, que
engañaba a sus pasos. Y aunque ya no eran de plomo, le vencía a (grandes) ratos
el cansancio. A pesar de ello, se negaba a fundirse con la niebla, a seguir
alimentando la “Gran Costumbre”.
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