Yo. Siempre siendo mi centro para poder nutrir -en lugar de
envenenar- tronco y hojas. Y en plena fotosíntesis apareces tú, adornando mis inviernos
cuasiperennes.
Desterradas las perlas suicidas, me ha llevado el susurro
indomable del viento a pasos que parecían perderse en sombras sonámbulas y que
han resultado ser hogueras para el pecho entumecido. Hogueras con las que lucha
el acero de las manos que aprendieron a derretir hilos de zarzas, a derribar pedazos
de laberinto, a encontrar el eco de una estrella entre nubes de plástico.
Me asomo al claro olor de tu velero, y temo. Solo un poco.
Temo praderas, acostumbrada a precipicios a los que amo, a los que aprendí a
acariciar. Y busco los tristes cuervos que escondes tras tus ojos para evitar
que se agriete mi alma sin darte cuenta de que, desde siempre, quiero caminos
estrechos donde aprender, entre tropiezos y rasguños, a ser una con las piedras
y raíces; que necesito arroyos que esconden invisibles perlas y no paraísos
quietos de un brillo prefabricado.
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