12/2/19

Nostalgia del arte de pensar

Desde hace bastantes años, echo de menos el placer que produce la cita con el papel. Un encuentro sin interrupciones, sin ningún tipo de planificación. Tan solo los ríos de mi cabeza tomando forma, o desdibujándose.

No me refiero al proceso creativo, que también disfruté en mi etapa adolescente, sino al reflexivo. Porque incluso con las imperfecciones del sistema educativo y la displicencia de algunos profesores (por desgracia, aquí tengo que incluir al de Filosofía), la multitud y variedad de estímulos intelectuales que recibí me llevaban a hacerme muchas preguntas: sobre la vida, el amor, la muerte, mi identidad (la propia y la compartida con el resto de humanos), la validez o invalidez de las creencias religiosas...

No sé si se debe a los años o a la aceptación de ciertas obligaciones del día a día (eso que llaman madurez y que quizás sea más bien conformismo o renuncia), pero tengo la sensación de que he perdido esa capacidad reflexiva y llevo algún tiempo intentando recuperarla desempolvando conocimientos del bachillerato; leyendo sobre análisis del discurso; intentando comprender cómo funciona el cerebro con respecto al lenguaje, ya que este es una de las funciones cognitivas superiores. Supongo que he estado dando palos de ciego, pero estar perdido es el riesgo de buscar. Además, antes o después, todos acabamos acercándonos a nuestro objetivo.

Mi último recurso ha sido buscar un método para filosofar, y la recomendación era tan simple como hacerse preguntas (y, por supuesto, intentar responderlas). Evidentemente, cuanto mayor sea nuestro conocimiento sobre lo que ya dijeron los sabios y cuanto más desarrollada esté la capacidad reflexiva, más profundas serán las respuestas que nos demos.

Pues bien, estaba leyendo un libro escrito durante el Realismo en el que el protagonista rechaza el positivismo de la época y expresa su desconfianza en el progreso (en este caso, en el campo de la medicina:

<<Ya sé lo que me responde: que ya lo sabe todo y no tiene nada que aprender. ¡Ah! La ciencia es infinita; nunca se la posee completa. Se me ocurre que en el archivo de esta su casa podrá haber algún papelote antiguo que traiga tales o cuales recetas para curar esta gaita que yo tengo, recetas que los médicos de ahora no conocen... ¡Por vida de...! ¿Quién me asegura que los antiguos no conocieron algún zumo de hierbas, unto o cosa tal, que los modernos ignoran?>>)

y esto me ha hecho preguntarme si yo creo en el progreso, si hay un avance lineal en el conocimiento o si, por el contrario, tiene algo de cíclico, si de repente creemos que hemos descubierto algo que ya alguien dijo, simplemente porque sus palabras se perdieron u olvidaron, o porque no quedó registrado; y entonces no estamos avanzando, sino "recordando" cuestiones de hace siglos.

Y al hacer la reflexión (es cierto que breve y escueta), he comprendido que, aunque tenga tal impresión, no he perdido esa capacidad. Lo que ocurre es que la tengo tan integrada que aparece de forma natural, y me pregunto si es la lectura (no sé si también la escritura) la actividad que potencia el pensamiento voluntario.

Entonces, ¿qué es lo que echo de menos? Tal vez el tiempo y la calma de los que disponía antes del conformismo disfrazado de madurez, y que daban un toque romántico a esas citas con el papel. Sí, seguramente lo que sucede es que la rutina, la lucha por sobrevivir han hecho que perdamos la chispa.

Tal vez debemos recordar lo que descubriera algún sabio mucho antes que nosotros: el secreto para no desenamorarnos nunca del arte de pensar.

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