Otras se aferrarían a tus músculos y a tu cartera, y yo, acostumbrada
a tener que traspasar mis límites, te contemplo y mantengo estas hadas adentro
y me desvela a veces la necesidad de que sus alas te acaricien. El resto del
tiempo permanezco anestesiada por la rabia y el hastío, una droga que hace
llorar y gritar en lugar de reír.
Qué es lo que no me deja, qué obstaculiza ese noble deseo que
saciaría tu sed. Quizás la certeza de que cada uno es responsable de sus vacíos,
quizás todo lo que aprendí de mis desgarros. Que he atravesado desiertos con la
boca seca, que he recorrido mis infiernos y he vuelto salva, pero no sana.
No puedes ser agua milagrosa para mi alma. No puedes porque
ni tú ni yo hemos decidido estas reglas universales. Me busco desesperadamente.
Persigo los pedazos de mí que se quedaron en las hojas de los robles que fueron
mis compañeros, en la voz del arroyo que acunó mi mente, en el color de las
flores que crecen bellas y salvajes, en la acidez del manzano, en las raíces
que adornaban mi camino y fortalecían mi pecho, y sobre todo, en las estrellas
que ha devorado un gigante de plástico.
Y como me busco, y como no estoy entera, sigues con sed.
Pero yo tampoco soy agua milagrosa. Soy una bruja de ojos cansados que se
desvió de su senda. Soy una bruja que casi ha dejado de creer en su brillante y
recóndito sustento. Solo podemos darnos la mano mientras cada uno se busca a sí
mismo. No hay otra manera.
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