3/5/19

Tras el laberinto


No te ha importado mancharte las manos; no te ha importado el frío. Ni la soledad. Me has estado esperando al otro lado del laberinto. Me has lanzado un hilo sostenido entre la decepción y la fe. Yo he gritado, me he perdido, se ha escapado a veces el hilo de mis dedos de barro, que antaño fueron flores y van recordando gracias a la luna de tu rostro, clara como el arroyo que ansío y que ya no sé si es solo el eco de la perla sosegada. 

Como siempre, se me enredan los porqués con los anhelos.

Pero esta vez, tú eres mi anhelo alcanzado tras las brumas. Nadie más tuvo la paciencia del árbol que espera triste y desnudo el regreso de Perséfone de su encierro con Hades. Nadie más, tampoco, la ternura del hortelano que ofrece sus cuidados cuando no sabe si verá la luz el fruto de su esfuerzo.

No te fuiste al engancharte con mis zarzas, al probar mis precipicios. No te fuiste y una parte de mí lo deseaba, para no tener en mis manos tus heridas. Deseaba -y al mismo tiempo temía- dejarte en brazos de una ninfa, de esas que son solo suavidad y fragancia, de esas que no han conocido desgarros, que jamás se han roto.
Me esperaste, tal vez porque yo también esperé otras veces, porque no dudé en amar precipicios, en arrancar zarzas, en sumergirme en nieblas que no eran mías. Lo hice y volvería a hacerlo, aunque acabe mil veces rota, aunque vuelvan los laberintos.

Lo haría porque los tesoros viven enterrados bajo cien actos de valentía. Porque lo que enciende el corazón no permanece accesible a la multitud. 

Yo intenté rescatar tesoros otras veces. Por eso me perdí. Y ahora tú me has ayudado a rescatar el mío.

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