2/6/21

La cadena que ataba el reloj a las horas

Demasiados años perdida en el fondo del armario, descosida hasta los pies la sombra verdadera. Tuvo que llegar una roca lunar a deslumbrarme con mi propio reflejo y, después, la noche infinita en la que fui cielo estrellado.

La nueva música, viejamente olvidada, picó segundo tras segundo en la mina escondida tras mi piel hasta sacar a la luz el azabache.

Pero no pude detener el tiempo y huyó para siempre el eco de la acogedora intemperie que me vio renacer.

No supe qué hacer con las notas. Mientras el plomo me mecía en una gélida cuna, algo azul dentro de mí las perseguía para que me golpearan como las olas al acantilado y volver así a escuchar al pecho incluso entre sus purulentas ruinas.

Me obligué a sobrevivir, atrapada en la cueva sin murciélagos ni estalactitas. Caminé como un desorientado fantasma. Nunca volvieron los cuervos.

No pude detener el tiempo en el fuego hipnótico ni en la magnética orilla. Se fue el lento silbido del sol por entre las hojas.

Ahora busco y no encuentro. Me rodea la belleza, a la que persigo insaciable en algunos edenes, pero los empaño con este gris que no me abandona.

Me visitan pacientes momentos para que recuerde y me sumerja en lo primario. Se quedan a mi lado profundos pedazos de tierra, a veces tan fríos, a veces conteniendo el Universo entero, esperando a que despierte y entienda.

Esperando a que entienda que no es posible detener lo que no existe, que mi pecho por dentro y por fuera es un cúmulo de instantes.

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