Hay un monstruo que se come las rosas nacientes impidiendo que lleguen a su destino. Será, tal vez, que soy toda bosque, toda silvestre como el diente de león que construye mis células. Hija del sol y de la triste vejez de las montañas en la que juegan solo los rientes. Mi boca es gris como las nubes que acechan tantos días el pecho.
¿Dónde están las rosas? ¿Por qué no puedes amar las flores
de mis zarzas? Yo las veo tan hermosas. Algo me dice que el monstruo es una
sombra de afuera. Viene y se nutre de la condensación del azabache que me bebí
hasta envolverme yo también en roca.
Pero ¿no ves las estrellas que iluminan esta cueva, vetusta
como el mar que exhalas? No, tú buscas rosas y yo solo tengo el diente de león,
las débiles amapolas, las indomables zarzas, los pequeños pedazos del sol
desparramado por la ladera. Yo tengo un monstruo que me acompaña y se come los
pétalos del pecho y se traga a galones mis manantiales, evitando que se sacien los dedos.
Y yo te enseño en primavera las flores de mis zarzas y tú
pierdes la sonrisa mirando hacia la ausencia de rosas.
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