Todos los días iluminaba la plaza con su canto. Amaba con intensidad a esas gentes, pequeñas y grandes, de todas las edades, de todas las formas y colores. Su diminuto corazón titilaba como un sol al poder compartir esos momentos, porque ¿para qué servía esa capacidad suya si nadie podía escuchar la alegre armonía que brotaba de más allá de sus plumas?
Pasaron varias primaveras, pero llegó un abril en que las caras risueñas fueron sustituidas por gruñidos y quejas. Demasiado empalagoso. Insoportable. Levantaron un muro circular donde las nuevas gentes aplaudían y vitoreaban ante un espectáculo sangriento. La pureza del azabache despedazada. El tesoro de la gruta sustraído tras matar al último dragón.
Huyó de la plaza con el corazón herido. Tras un verano seco,
el invierno se hizo eterno. Se le fue helando el pecho. Ya no encontraba a ninguno
de esos seres que no volaban, pero hacían cosas extraordinarias. Hasta que, en un
día lluvioso, se topó con una mirada serena y amable como aquellas antiguas. El
ser clavó en él sus ojos brillantes, haciendo que la pequeña estrella de su
pecho volviese a titilar y, entonces, abrió el pico con unas inmensas ganas de
volver a cantar, pero comprobó que ya no era capaz de emitir ningún sonido. Y
aquellos ojos que miraban expectantes se ensombrecieron.
Regresó al nido donde había pasado el largo invierno, sobre
un poste triste y solitario, rodeado de gigantes jaulas grises. Luchó contra la
niebla que casi había apagado su luz y, en los breves momentos de sol, ideó la
manera de recuperar su canto. Buscó la ayuda de las luciérnagas y de las
lechuzas. Por lo visto, las gentes sangrientas no habían conseguido extraer
todos los tesoros de la cueva; aún quedaba una esmeralda.
Dicen que posee un
gran poder, le dijo una de sus nuevas amigas nocturnas, quizás te sirva para lograr tu deseo. Y
se despidió dándole las gracias. Sobrevoló océanos, montañas y valles, besó
picos nevados y vastos desiertos. En el camino, el hielo que envolvía su
corazón se iba resquebrajando. Y, al fin, tras incontables días, encontró la
cueva. El trayecto en el interior tampoco fue fácil. A ratos sentía que le
faltaba el aire, que le inundaba de nuevo la tristeza. Y, cuando estaba a punto
de rendirse, una luz suave y un susurro le hablaron directamente al corazón,
derritiendo todo el frío, todo el gris que mantenía atrapados sus colores. Ahora puedes cantar, afirmó con dulzura
aquella voz.
Salió al exterior, donde ya no le esperaba el viejo paisaje,
sino la inconmensurable Nada. Llenó sus pulmones y de su siringe brotó una
alegre melodía que, con cada vibración, iba haciendo surgir de la Nada árboles,
arbustos, flores, ríos, montañas... Y, de forma simultánea, la luz de un nuevo
sol comenzaba a bañarlo todo. Su canto fue largo, esplendoroso. Cuando terminó,
voló hasta un arroyo y permaneció observando todo lo que ahora aparecía ante
sus ojillos.
Ahora lo único que faltaba era volver a compartir sus
melodías.
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