23/11/20

La plaza del distrito F. Capítulo 3

Pedro, como cada noche de guardia, revisaba las bases de datos para comprobar que todo estaba en orden. Hasta después de media hora no le tocaba recorrer el pasillo de las celdas. El silencio era casi absoluto, interrumpido solo por el ruido que producían los aparatos electrónicos de la sala y el sonido de las teclas. Era la 1.30. Todos los presos dormían o, al menos, se mantenían callados. Una noche más de trabajo. Sin embargo, había algo que le inquietaba; una sensación que no lograba identificar.

Unas tres horas más tarde, le llegó el eco de un murmullo. En todos los años que llevaba en su puesto, jamás había escuchado a un preso hablar de noche. La rebeldía solo se daba en los primeros seis meses que duraba el Programa 201. Este sistema de readaptación había resultado ser muy eficaz. Incluso algunos expertos afirmaban que, tras el proceso, los reclusos estaban capacitados para tener una vida normal en la sociedad, pero el Ministerio del Bienestar veía necesario retenerles unos cuantos años, ya que nunca se había probado lo contrario y se desconocían las posibles consecuencias. La prevención era la primera premisa del Ministerio. La sociedad es un organismo –solía decir el ministro en sus comparecencias-; y es necesario que todos sus elementos funcionen correctamente. Si uno solo de ellos enferma, contagiará a todos los demás y esa sociedad se corromperá de manera irreversible.

Pedro se dirigió al lugar donde se originaba el murmullo y, a medida que se acercaba, podía entender algunas palabras: peligro, retirada, traición. Con pasos silenciosos, llegó a la celda 17. El joven al que había limpiado las heridas unos días antes temblaba en el camastro y continuaba su balbuceo. Se quedó un rato de pie, observando. Esa situación era frecuente, sobre todo en las primeras semanas del Programa. Sin embargo, el nuevo aún no había tenido la primera sesión. De todos modos, no comprendía por qué, después de tantas noches en las que había sido testigo de pesadillas en los reclusos, ahora sentía esa extraña curiosidad.

 

Estrella acababa de cerrar un importante negocio con uno de los clientes del distrito F. Regresaba satisfecha a la oficina cuando, al pasar por la plaza, encontró a Jaime hablando amablemente con un señor de unos cincuenta años que llevaba un traje rojo, el cual destacaba junto al uniforme verde de Agente del Bienestar de Jaime. No se preocupe, yo le acompaño, calmaba al hombre mientras le agarraba suavemente del brazo. Hola, Estrella. Te veo muy sonriente. Las cosas van bien, ¿no? La mujer le explicó el motivo de su alegría y Jaime le contó que había encontrado al hombre del uniforme rojo deambulando fuera de su distrito. Parece que se ha despistado. Voy a llevarle a la Cúpula para que le hagan un chequeo. Se despidieron y Estrella continuó su camino.

Recordó su última visita a la Cúpula de Prevención y Reajuste, hacía unos cinco meses. La Sanadora, tras las pruebas pertinentes, le había dicho que se encontraba estupendamente, salvo por la beremina, que estaba un poco baja. Le dio entonces unos frasquitos que debía tomar todas las mañanas durante un mes. Las revisiones en la edad laboral eran anuales, excepto en casos problemáticos. Espero que ese señor no tenga nada grave, pensó.

Aquella noche volvió a soñar con su padre. Ante ella había un objeto redondo y de colores que daba vueltas sobre un eje. El hombre la miraba con ojos risueños y le pareció oír su propia risa infantil entremezclándose con la voz grave y cálida de su padre, quien hacía un gesto con la mano, como indicando algún lugar. Cuando el despertador la sacó de aquel estado, notó una especie de peso en el estómago, pero se esfumó rápidamente en cuanto se levantó de la cama y comenzó su rutina diaria.


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