Pedro, como cada noche de guardia, revisaba las bases de
datos para comprobar que todo estaba en orden. Hasta después de media hora no
le tocaba recorrer el pasillo de las celdas. El silencio era casi absoluto,
interrumpido solo por el ruido que producían los aparatos electrónicos de la
sala y el sonido de las teclas. Era la 1.30. Todos los presos dormían o, al
menos, se mantenían callados. Una noche más de trabajo. Sin embargo, había algo
que le inquietaba; una sensación que no lograba identificar.
Unas tres horas más tarde, le llegó el eco de un murmullo.
En todos los años que llevaba en su puesto, jamás había escuchado a un preso
hablar de noche. La rebeldía solo se daba en los primeros seis meses que duraba
el Programa 201. Este sistema de readaptación había resultado ser muy eficaz.
Incluso algunos expertos afirmaban que, tras el proceso, los reclusos estaban
capacitados para tener una vida normal en la sociedad, pero el Ministerio del
Bienestar veía necesario retenerles unos cuantos años, ya que nunca se había
probado lo contrario y se desconocían las posibles consecuencias. La prevención
era la primera premisa del Ministerio. La
sociedad es un organismo –solía decir el ministro en sus comparecencias-; y es necesario que todos sus elementos
funcionen correctamente. Si uno solo de ellos enferma, contagiará a todos los
demás y esa sociedad se corromperá de manera irreversible.
Pedro se dirigió al lugar donde se originaba el murmullo y,
a medida que se acercaba, podía entender algunas palabras: peligro, retirada, traición. Con pasos silenciosos, llegó a la
celda 17. El joven al que había limpiado las heridas unos días antes temblaba
en el camastro y continuaba su balbuceo. Se quedó un rato de pie, observando.
Esa situación era frecuente, sobre todo en las primeras semanas del Programa.
Sin embargo, el nuevo aún no había tenido la primera sesión. De todos modos, no
comprendía por qué, después de tantas noches en las que había sido testigo de
pesadillas en los reclusos, ahora sentía esa extraña curiosidad.
Estrella acababa de cerrar un importante negocio con uno de
los clientes del distrito F. Regresaba satisfecha a la oficina cuando, al pasar
por la plaza, encontró a Jaime hablando amablemente con un señor de unos
cincuenta años que llevaba un traje rojo, el cual destacaba junto al uniforme
verde de Agente del Bienestar de Jaime. No
se preocupe, yo le acompaño, calmaba al hombre mientras le agarraba
suavemente del brazo. Hola, Estrella. Te
veo muy sonriente. Las cosas van bien, ¿no? La mujer le explicó
el motivo de su alegría y Jaime le contó que había encontrado al hombre del
uniforme rojo deambulando fuera de su distrito. Parece que se ha despistado. Voy a llevarle a la Cúpula para que le
hagan un chequeo. Se despidieron y Estrella continuó su camino.
Recordó su última visita a la Cúpula de Prevención y
Reajuste, hacía unos cinco meses. La Sanadora, tras las pruebas pertinentes, le
había dicho que se encontraba estupendamente, salvo por la beremina, que estaba
un poco baja. Le dio entonces unos frasquitos que debía tomar todas las mañanas
durante un mes. Las revisiones en la edad laboral eran anuales, excepto en
casos problemáticos. Espero que ese señor
no tenga nada grave, pensó.
Aquella noche volvió a soñar con su padre. Ante ella había un
objeto redondo y de colores que daba vueltas sobre un eje. El hombre la miraba
con ojos risueños y le pareció oír su propia risa infantil entremezclándose con
la voz grave y cálida de su padre, quien hacía un gesto con la mano, como
indicando algún lugar. Cuando el despertador la sacó de aquel estado, notó una
especie de peso en el estómago, pero se esfumó rápidamente en cuanto se levantó
de la cama y comenzó su rutina diaria.
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