Me está dando tregua el otoño, evitando que se asiente
noviembre, con su pipa y su raído paraguas. Y deja que la tierra se seque para
que no se me inunde a mí el alma. No quiere que se me enfríen las manos, porque
sabe que no aceptaré cualquier hoguera, que aunque hay mucho calor en mi pecho,
solo tengo dos brazos, y son ambos tan yo que me producen hastío. ¿Para qué
quiero copias de mis paisajes? Mi curiosidad insaciable desea navegar por un
cielo ajeno, beber formas y fragancias que nunca encontré en mí.
Pero se cierran las ventanas y no hay alrededor palpitantes
montañas que llamen como un imán a mis pies. Estos buscan ligereza, seguir la
estela del vencejo disfrazado de cuervo. Imposible. Se ha disipado. Atrapado en
negras mareas, ya no sabe retomar el vuelo.
Se eleva un gas tóxico del mar que lo destruye todo, causa ceguera, mata el tacto. Y mis alas indomables, que no temen salpicarse,
lo sobrevuelan, como si cabalgaran un desierto de ceniza. Ya no sé si esperan
encontrar algo, pero no pueden seguir otro rumbo, guiadas por no sé qué fuego
invisible, tan cierto. No temen, no, quedar perdidas en este recurrente
laberinto de Teseo, porque, estén donde estén, las envuelve un viento libre, un
viento en el que se han rendido el rencor, el ansia de vencer, el miedo a las
heridas, la necesidad hueca. Un viento que solo sabe ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario