La flor siempre estuvo. Oculta entre escombros, sintiéndose un pedazo sombrío de lo que veía a su alrededor.
La savia golpeaba armónicamente para hacerse notar. Alguna
mariposa apareció, y elevaba su vuelo, inalcanzable.
Cómo puedo ser, cómo puedo dejar de ser alquitrán perenne
y viejo.
Aprendió a correr, aprendió a nadar a contracorriente. Memorizó
técnicas de vuelo... siguió siendo brea.
Su voz se empañaba, las heladas paredes del laberinto
marchitaban sus pétalos.
Llegó al centro, besó al Minotauro. Creyó haber descubierto los
secretos de la alquimia mientras la bestia continuaba habitando sus entrañas.
Perdió la mirada, perdió la piel, perdió los atardeceres que
tapizaban su cuerpo.
Perdió
No he perdido nada. Sigo siendo el mismo eterno fracaso.
Sí los perdió, pero solo ante sus ojos; no escogía bien sus
espejos y el charco al que se asomaba estaba enturbiado.
No se veía. No percibía su fragancia. Se creyó desde los
inicios un conjunto de ruinas, pero no de aquellas que admiran los
historiadores.
Le falta comprender que algo nubló su vista y que, en
realidad, no hay necesidad de alquimia. Que sus pétalos no están marchitos, que
el verde reluce palpitante, que las abejas buscan su néctar. Pero no puede oír
su zumbido.
¿Cuándo despertará de su sueño? Será el rocío, y no las
lágrimas, quien limpie sus ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario