Ayudé a desterrar duendes y caricias de roble. Me aparté del
fuego de invierno. Me dejé llevar por risas estridentes; gritos de carbón.
Y caminé por un blanco desierto, anhelando desesperada la
noche, aferrándome al eco de la perla, que podía escuchar con cierta dificultad
en mis venas cansadas.
Logré así sacar mis pies del lodo, besar el arroyo inquieto.
Pero aún falta algo: dejar lejos las olas, amarrar las alas al corazón del
viento, a la sonrisa del bosque, recordar el nombre de mi savia.
¿Cómo transformar el deber en “quiero”, los ladrillos en
cronopios? Si la luz de los ojos fue quebrada y le cuesta oír la melodía nueva
del pecho.
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