Últimamente en mis poemas todo se enreda y se agota. Parece
que sin constantes adioses el alma no habla, que necesita aferrarse a una perla
de cuya muerte se siente culpable, como si los latigazos de su veneno fueran
los únicos que convierten en cenizas todo lo que tocan.
Hablo de enredos, porque se van enredando las ganas profundas
-no las de la sal sin sal- por esquinas y paredes gigantes y picos de absurdos
edificios. Se enrollan como un ovillo alrededor de bocas de metro, de
carcajadas que te roban las pocas estrellas que llevas sueltas.
Y pierdo la pista del
eje de las calles y voy como un minotauro que no se sabe tal. La Ariadna de
mi interior ha sido humillada por otro Eneas de humo. No puede mostrarme la
salida. Y cómo encontrar el hilo, si ya he dicho que todo se enreda, que todo
es cenizas que no ha parido la catarsis.
Y cuanto más camino, más me enredo, y cuanto más me enredo,
más me agoto. Y nunca cambia mi engendro de poesía.
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