24/11/14

20/11/2014

 Te veía siempre en ese banco. Tu barba encanecida, tus hombros caídos junto a la gastada mochila, compañera fiel. Y despertabas la sal de mi, no hace mucho, recuperado corazón, al acariciar tras las rejas el brillo de tu mirada, constantemente amenazada, como amenaza también esta luz artificial a las estrellas.
Me hacías pensar en ese genio, que tenía por amigo un burrito y que prefirió soltar las hojas verdes de su alma antes de tiempo a convertirse en el abeto de plástico que adorna solitario extensas salas.
Yo le rogué a la negra noche que navegase hasta ti, y te arropara, y proyectase para ti la danza de las estrellas, de modo que tanta belleza avivase al duende de tu pecho, y después, al clarear el día, fuese esta calle, esta ciudad... rociada por el regalo que te hizo el firmamento.
Hace un rato pasé junto al banco. No estabas. Y desde la calidez de mi cama me pregunto si la noche habrá respondido a mis súplicas o si, en cambio, la luz de plástico te habrá convertido en cenizas.

Antes de vencerme el sueño, veo titilar, a través del tragaluz, una verde estrella.