Te veía siempre en ese banco. Tu barba encanecida, tus hombros
caídos junto a la gastada mochila, compañera fiel. Y despertabas la
sal de mi, no hace mucho, recuperado corazón, al acariciar tras las
rejas el brillo de tu mirada, constantemente amenazada, como amenaza
también esta luz artificial a las estrellas.
Me hacías pensar en ese genio, que tenía por amigo un burrito y que
prefirió soltar las hojas verdes de su alma antes de tiempo a
convertirse en el abeto de plástico que adorna solitario extensas
salas.
Yo le rogué a la negra noche que navegase hasta ti, y te arropara, y
proyectase para ti la danza de las estrellas, de modo que tanta
belleza avivase al duende de tu pecho, y después, al clarear el día,
fuese esta calle, esta ciudad... rociada por el regalo que te hizo el
firmamento.
Hace un rato pasé junto al banco. No estabas. Y desde la calidez de
mi cama me pregunto si la noche habrá respondido a mis súplicas o
si, en cambio, la luz de plástico te habrá convertido en cenizas.
Antes de vencerme el sueño, veo titilar, a través del tragaluz, una
verde estrella.