9/6/19

Literatura. Fragmentos

Esta luz en mi mente es una tortura. No sé escribir. Escribo para salvarme. No sé salvarme.

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Escribo porque soy. Escribo para saber qué soy. No sé escribir. No sé ser. No sé saber. Tal vez no soy.

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Literatura es teoría, conceptos que se me escapan. Literatura es mis manos vacías. Esta falta de concordancia. Literatura es todo. Por eso no la alcanzo.

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Literatura no es este latir que me engaña. Este beso en el aire. Esta absurda mirada. Este anhelo de infinito. Estas alas rasgadas.

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Literatura es lo que bebo en las páginas. Lo que deja mi boca en llamas. Literatura es lo que nunca seré. Solo soy cuerpo, unas ramas desnudas, viejas, de ausente raíz. Otra vez no soy nada. Siempre soy nada.

4/6/19

Un invierno duro


Antes de entrar en su habitáculo, se quedó respirando el aire de la noche mientras alzaba su mirada al cielo. El exceso de luz artificial no impedía que brillasen unas cuantas estrellas que, en su mente, se multiplicaban poco a poco. Los edificios altos y grises eran sustituidos por un lienzo añil y por una luna de placentero rostro.

Hacía apenas un año,  dormir al aire libre no le disgustaba en absoluto. El aire suave le provocaba un efecto hipnótico y la silueta de las montañas que se perfilaba a lo lejos le hacía pensar en unos gigantescos guardianes que le protegían sin necesidad de fosos ni ejércitos.

Fueron pocos meses, pero nada escasos, al menos en cuanto a su sentir. La economía siempre va aparte. 

No había heredado el negocio de sus antepasados, como le sucedía a algún vecino del lugar. Un día, simplemente, dejó colgado su uniforme en la taquilla, firmó los papeles y comenzó la vida que llevaba tiempo planeando, una vida sosegada que aunaba el esfuerzo y la contemplación.

Sin embargo, no duró mucho la paz. La gran industria es como una bota que aplasta cualquier pequeña iniciativa. Ya no era católico, pero la situación le recordaba a esa escena que aprendió de niño en la que el diablo tentaba a un Jesús hambriento con refulgentes quimeras. 

Al negarse en más de una ocasión a recibir las golosinas que le ofrecían, probó la violenta suela. Pronto empezaron a amenazarle las deudas, le desaparecían los clientes, e incluso se le estropeaban los productos.

Recurrió, contraviniendo sus principios, a un préstamo. Pero, como era de esperar, no le sirvió de nada. Acabó totalmente arruinado. El banco se quedó con su hectárea de tierra; le arrebató sin piedad el canto de los grillos, la sombra de los árboles, la caricia del arroyo y la seguridad de los telúricos centinelas.

Consiguió varios empleos en la ciudad a la que había regresado con el corazón tan triste como su bolsillo. Las primeras semanas, pudo pagarse una habitación, pero la precariedad y el paro eran altos, así que se vio obligado a elegir entre techo o comida. Y como no podía tener una vestimenta adecuada, acabó siendo despedido. Sintiendo ya perdida la poca dignidad que le quedaba, se echó a la calle.

Un viento gélido sopló sus recuerdos y trajo de nuevo la avenida gris, el ruido de coches y la hilera de luces. Cogió la bolsa de plástico en la que guardaba una manta raída y empujó la puerta. No cedió. Lo intentó varias veces. No había nadie adentro. La puerta no se abría. Estaba cerrada con llave.

Caminó unos metros hasta que encontró un sitio algo resguardado y solitario. Se envolvió en la manta y suspiró. Aquella noche iba a ser fría.

Al día siguiente, unas señoras paseaban por la avenida mientras observaban el trajín que había en la oficina del banco. Estaban instalando el cajero automático en la calle. Las mujeres saludaron a uno de los empleados, quien les explicó: Vamos a quitar los cajeros del interior para que no puedan entrar los mendigos. Dejan todo hecho una porquería. El empleado se despidió con una sonrisa y ellas continuaron hablando de la bajada de las temperaturas que había anunciado el hombre del tiempo.