28/5/20

La vieja normalidad

Me hablan de nueva normalidad. Miro a mi alrededor y lo veo todo tan carente de lógica como antes.
Las mismas personas luchando por los mismos problemas o por problemas mayores, esta vez -qué será lo siguiente-.
Siempre son sus guerras. Las nuestras las mataron: primero a golpes, después con caramelos.
Nos vendemos por una comida caliente, por seguir al lado de a quienes amamos, por dormir bajo techo, por proteger a la manada.
Nos vendemos porque saben que lo daríamos todo por nuestra supervivencia y, más aún, por la de los nuestros.
Altos ideales para unas metas tan bajas como las de los amos a quienes servimos en silencio.
Me hablan de nueva normalidad y veo las mismas palabras huecas lanzadas en dardos con el gran poder de invadir nuestra mente y mover nuestra boca y nuestros brazos.
El color inocente de la amapola y el del sol usurpados por símbolos creados y usados por ellos para doblegarnos.
Hemos olvidado la importancia de la razón por la que les damos nuestro tiempo y energía, autoconvenciéndonos de que somos indignos. Aunque sea nuestro amor y nuestra capacidad de seguir en pie lo que nos da esa dignidad.
El ser humano es, en realidad, digno desde que nace. Y solo pierde esta cualidad cuando toma una serie de decisiones con el fin de alcanzar esas bajas metas de sus amos.
Me hablan y yo solo veo la misma vieja normalidad. Y, en medio de ella, pequeños faros que se resisten a perderse a sí mismos.

16/5/20

Ruido

Cuando no es ruido físico, es ruido mental, sensación de falta de espacio, necesidad de un rincón de completa soledad. Pero nunca llega. Da igual con quién viva. Da igual el tamaño de estas cuatro paredes. Todo es exceso y ausencia.

Ya lo dije hace tiempo, la peor ausencia es la de uno mismo.

Y es que estoy sin estar. Me escucho, accedo a mí, me siento, pero lejana, al otro lado de una pared gelatinosa que distorsiona lo que percibo.

Se acumula el vacío bajo mis ojos, en la raíz de mis cabellos, quizás incluso en la sangre plomiza.

Me canso de consejos desencaminados. De palabras huecas. De notas sin música.

Solo a veces el aire y las hojas hacen palpitar mi espíritu. Pero huyen rápido. O me pierdo yo, arrastrada por una fuerza que me encadena a la cárcel de esta selva roja y cuadrada. Una cárcel de farolas, de falsa dialéctica de hunos contra hotros enarbolando símbolos gastados, de siluetas uniformadas que cumplen y hacen cumplir el caos, robots sin alma, sin ansias de libertad. Voces que apagan el viento del pueblo que despertó el orcelitano. Que exilian la poesía y el pecho ardiente. Que envenenan las almas y el sabor primigenio de las cosas, fumigando lemas, culpabilidades, colores, adorando un pasado ficticio y llenando de silencios tantos nombres, tantas semillas que con coraje se transformaron en bosques casi eternos.

Semillas como las Soledades del sevillano, los negros romances del granaíno, los buitres y los Blasillos del rector vasco, El hacha certera de nuestro zamorano.

Hemos perdido muchos nombres, insisto. Nombres que son más que conjuntos de letras. Mientras los ciudadanos dormidos ensalzan ídolos de pies de barro, grandes hazañas que llenan bolsillos ajenos mientras empobrecen los corazones de todos.

Me pregunto, tras este fluir anárquico, si el ruido que me aleja de mí es solo mío o forma parte de ese ruido colectivo que enturbia a la humanidad.


8/5/20

La necesidad de afecto

Uno de los asuntos sobre los que más he reflexionado, especialmente en los últimos años, es el de las relaciones con los demás. Ya he escrito otros artículos al respecto en este blog. Creo que una de las lecturas más determinantes para mí fue Rayuela y su tratamiento de la otredad

Me inquietaba  el tema de las relaciones interpersonales porque, debido a mis propias experiencias y a mi carácter, he tenido tendencia a aislarme de los demás. Y, al menos de niña, a pesar de necesitar momentos de soledad, encontraba fácilmente  puentes con otras personas, porque mi mente aún no había sido excesivamente poblada por pensamientos que, más tarde, generarían emociones intensas como el resentimiento, el miedo o el rechazo (habría que preguntarse si realmente el rechazo es una emoción, pero para ejemplificar el caso, nos sirve conceptualizarlo de esta manera).

Voy comprendiendo que eso que se oye mucho en ambientes espirituales (y pseudoespirituales) de que los seres humanos vivimos en la dualidad es muy cierto. Somos seres duales y es todo un proceso alcanzar la llamada por los clásicos aurea mediocritas. La dualidad que viví en determinados momentos de mi vida consistía en esa necesidad de aislarme, enfrentada a la necesidad de compartir afecto con otros seres humanos. ¿Cuál sería el aurea mediocritas que hubiese enlazado esos dos extremos? Podría haber visto esa necesidad de estar sola algunos ratos, o incluso algunos días, como algo natural: en lugar de utilizar el aislamiento para huir de los demás, movida por las emociones que citaba antes, percibirla como un regalo hacia mí misma y un ejercicio para tener mayor equilibrio. Y, al mismo tiempo, podría haber sido más cuidadosa a la hora de elegir a las personas con quienes me relacionaba. 

Pero la inteligencia emocional, la autoestima, la valoración propia y de los demás no es algo que se aprenda en el colegio y, en la mayoría de los casos, tampoco en casa; sino que es todo un aprendizaje continuo que se da sobre la marcha. Y, en ocasiones, las grandes lecciones llegan (llegamos nosotros a ellas) tras experiencias dolorosas. 

En aquel momento, era un títere de mis emociones, de mis creencias más arraigadas, de un pasado que quizás ni era mío. Entonces, en lugar de buscar esa justa medida, me aislaba de los demás y, a la vez, estuve en relaciones de dependencia. Cuando me aparté de ellas, grabé en mi mente la creencia de que todo lo que necesitaba estaba en mi interior. Así que de aislamiento+dependencia pasé a total aislamiento afectivo.

Y, durante un tiempo, pareció funcionar. Que estuviese en aislamiento afectivo no significa que no tuviese ningún tipo de relación con nadie en absoluto, pero, desde luego, no en el grado en que un ser humano las necesita. Me mantuve anclada en la creencia del no necesito nada de nadie durante muchos años. Pero tengo la suerte de estar siempre abierta a aprender, tarde más o tarde menos. Llegamos entonces a mi "descubrimiento" más reciente. Un descubrimiento que para otras personas es pura lógica. 

Rayuela dio palabras a mi inquietud de hace algo más de un año: cómo se pasa de ser isla a ser puente, cómo se accede a la otredad sin morir en el intento. Hubo un fuerte combate interno entre extremos, durante el cual la "isla" repetía: mejor los libros que las personas, no necesito a nadie y me parece tóxico que alguien me necesite y mantras similares. Y otra parte de mí era consciente de que podía estar perdiendo a las personas más importantes de mi vida con esa actitud. El rechazo que, inconscientemente, temía recibir lo estaba dando yo a personas que siempre me demostraron, a pesar de las naturales desavenencias entre seres humanos, que les importaba, que eran de confianza.

En ese transcurrir, seguía preguntándome por la necesidad, centrándome en esta cuestión: ¿está bien necesitar? La respuesta me llegó desde afuera, desde el otro lado del puente, al atreverme a dar la mano a la otredad. Fue una respuesta que retumbó dentro de mí, en cada célula y cada átomo. En realidad, esa idea ya estaba en mí, pero la había ignorado, la había adormecido al prestar atención a mis mantras del miedo.
Vivimos en una sociedad cada vez más individualista. Saben que dividirnos es la estrategia más eficaz para dominarnos. Aísla a tus presas y te será muy fácil alcanzarlas. Pero la Naturaleza es sabia. Kropotkin lo tenía muy claro. Él no creía en la concepción darwinista de la vida, en la que solo el más fuerte sobrevive (en realidad, esto es una forma muy simplista de definirla, pero es la que reside en la mente colectiva; por eso la uso), sino que percibía en plantas, animales y seres humanos (que también somos animales) un principio básico: la búsqueda del bien común. Nos necesitamos, nos ayudamos, nos aportamos. Y eso ni está bien ni está mal. Simplemente es natural. ¿Por qué nos venden que está mal desear tener pareja, formar una familia...? Tampoco se trata de volver a los prejuicios religiosos que condenaban a quien no encajaba en el modelo social de la época, sino de salir de la oposición bueno-malo. No hay una opción mejor que otra. Somos seres humanos, cada uno tiene sus circunstancias, su carácter, sus experiencias, su perspectiva. Pero es innegable que la necesidad de afecto tiene mucho peso en nosotros. La cuestión es qué hacemos para cubrirla. Si nos valoramos poco, es probable que acabemos aguantando situaciones de abuso que ni siquiera saciarán esa necesidad. Por eso es imprescindible elegir bien a las personas con las que compartir (dar+recibir) ese afecto. Y si nos equivocamos con una amistad, una pareja o un familiar, no pasa nada. También poner límites es un aprendizaje continuo, así como lograr un equilibrio para que nadie esté dando de más o de menos, sino que ese afecto esté bien repartido.

¿Crees que un lobato se pregunta a sí mismo si está bien necesitar el calor y la protección de su madre? Y cuando se hace adulto, ¿se cuestiona si está bien o está mal sentir el impulso de vivir en manada? ¿Entonces por qué algunos de nosotros nos preguntamos si está bien necesitar afecto?