25/11/16

El bosque de arcilla

Tal vez aquellos labios guardasen en su interior sangre reseca. El caso es que el fuego llegó a trompicones aquel invierno y no hubo suficiente para mantener el vuelo de la mariposa. Aun así, fue el último en el que sentí algo de calidez. Comencé a vagar por un blanco desierto. Una tortura para quien, además de odiar ese color, había pasado tanto tiempo arropada por un pedazo de negro universo infinito. Un blanco cruel, que no solo abofeteaba el corazón entre inarmónicas carcajadas, sino que, además, apagaba todas las estrellas que hasta el momento habían guiado mi senda.

Por tanto, sin estrellas y sin verdes compañeros, continué caminando, empujada por una absurda obstinación. Supongo que nunca me gustó eso de rendirme. El corazón desgarrado, sin alas, lloró al verse en el espejo del hielo. Las lágrimas golpeaban el suelo como canicas olvidadas en el patio de un colegio. Pero algo se apiadó de mí -quizás mi propia tozudez- y el desierto dio paso a un espacio neutro, habitado por humanoides del color de la ceniza.

Ellos me azuzaban para que persiguiera el disco amarillo del cielo, al que, por ignorancia, llamaban sol. Aun sabiendo que no tenían razón, lo hice. Pero, cuanto más me acercaba a ese círculo aplanado, más se alejaba de mí. Con esto, aprendí a no escuchar más que a los susurros de la ondina que, cuando nací, tomó por hogar mi pecho. Comencé a coser con el hilo del pensamiento y, al mismo tiempo, a dibujar con mis pies sobre el barro.

Fue creciendo el tapiz y aumentando el bosque de arcilla, mientras contemplaba las grietas que atravesaban el alma, sin esperar que cayese un brillante cemento del cielo y, contradicción que jamás he entendido, sin perder la esperanza.

Hoy sigo sin ver el sol, pero ya no escuecen los latigazos de la intemperie. Es como si las cicatrices fuesen besadas por la Nada. Ondina continúa susurrándome paisajes que procuro plasmar en mi tapiz, aunque a veces las figuras acaban mezclándose con todo tipo de emociones y el resultado varía con respecto a la idea original.

20/11/16

En la cueva inhabitable

Desde que comencé a recorrer esta abrupta senda, pensé que la primera lección que aprendí era definitiva: Todo lo que necesitas está dentro de ti. Nunca imaginé llegar hasta donde estoy ahora, tan avanzada (comparándome conmigo misma) en algunos aspectos que ayer parecían imposibles de superar.

Sin embargo, veo que me equivoqué con esa lección; que, aunque fue útil en su momento y me sirvió para alejarme de personas dañinas y acercarme a mí misma, no es cierta. ¿Cómo puede serlo si los pedazos de mí que no encuentro no están aquí adentro? No sé dónde están. Sé que no se los ha llevado una persona, no creo que nadie tenga ese poder a no ser que uno mismo se lo dé.

Parece como si esos pedazos que he perdido se hubieran quedado en las hojas de los árboles que eran mis compañeros. Siento que no tengo más que volver a ese lugar para, de alguna forma misteriosa, recuperarlos y recomponerme. Pero, por un lado, no puedo volver, pues está vedado para mí; y, por otro, es posible que, aunque lo hiciese, ya haya desaparecido el brillo del suave verdor, que la savia haya sido despiadadamente consumida.


Cuando comencé el camino, el sol y los pájaros iban conmigo. Ahora me he adentrado en una cueva que se estrecha cada vez más y que parece interminable. Mi único acompañante es su gélido aliento, pues ni siquiera los murciélagos la encuentran adecuada como refugio.

10/11/16

Tu espalda

Esta suave sensación ante mí, materializada en la superficie de tu suéter. Es la primera que me inspiras, pues, al verte, nadando ambos en este ordenado mar, lo único que hay es la apreciación objetiva de tu porte agradable.

Desconozco el motivo por el cual no me deslumbra alguien como tú. Quizá toda la realidad ha quedado eclipsada por la estela de un fénix imperfecto o, tal vez, es el torbellino que, sin permiso, habita mi interior y que ahoga incluso a las más osadas mariposas. Tan solo tiene fuerza la pasión, no aquella dulce que vencía a la razón, sino otra demasiado corpórea y, a la vez, insípida en lo esencial.

Ahora estás aquí, pero no despiertas en mí ninguna de esas pasiones. En cambio, se asoma por entre la niebla un calor suave que dibuja ondas sobre tu espalda.  Y esta me llama, serena, sutil. Les pide a mis brazos que se conviertan en alas que te arropen, lentas, silenciosas. Que rocen el frío de manera tan delicada que no le quede otra opción más que evaporarse.


No sé si, aun siendo tan solo aire, la que se evapore sea esta sensación o si, por algún motivo inexplicable, continuará creciendo despacio, como un pequeño brote que acaba inundándolo todo.