17/12/20

Pentagrama

Qué importa de estas letras más que la brisa que soplan a mi pecho, a veces enredado en las ramitas arrastradas por otros vientos más feroces.

Huracanes necesarios; cómo negar que amo intensamente los precipicios. No es el susurro el que permite entregar las alas a la inmensidad.

Se presentan ante mí nuevos escalones tan oscuros y tan llenos de arcoíris que llevo siglos soñando. Se me abre y se me cierra la faringe al mover los dedos del pie.

Mis manos persiguen el compás, el cuello aprende perdiéndose por los siempre presentes laberintos.

Respiro lento. He colgado mi hamaca en el pentagrama en el que a ratos me tropiezo.

Y vuelve la risa pequeña e infinita que solo sabe de flores y nubes, que desprecia sin saberlo jerarquías y galardones.

Y cuando me olvido de reír, cuando me empapo en alquitrán, regresa el beso de la ondina acariciando desde adentro.

13/12/20

Enanos sin escaleras

Quisiera a través de estas notas acariciar el papel, pero mi lápiz se ha roto, y los dedos... me los compré en el bazar de la esquina.

No alcanzan las absurdas metáforas a rozar un ápice de la belleza que sin merecerla llega a mi alma sedienta.

Dedos rotos, baratos, cansados; voz inútil. Enanos sin escaleras.

Somos la vergüenza en la que no quiere mirarse el pasado. Somos palabras sin ritmo, sin vida.

Somos notas huecas.

Somos el ruido molesto del frigorífico.

No haremos historia porque la hemos quebrado, la hemos matado sin compasión.  Jugando a ser, tiramos la vida por el desagüe. Escupimos trapos secos y los llamamos poesía.

Ya es hora de aceptar que ella reside esculpida en esas páginas ajenas que admiramos y que jamás podremos atraparla.

                                                 



A un hombre humano, a una mujer humana

Tejí silenciosa el espejo roto en los ojos del pajarillo. Concentrada en la tarea, se fundió mi palpitar con el grito de los raíles. Las dos ventanas tristes danzaban sobre el blanco perenne que arrastró su pecho lejos de las barbas de fuego. Barbas imperfectas, a veces ruines... pero ella solo sabía del calor ausente.

La envolvió la nieve del tren de la vida. A su lado, lágrimas de piedra, belleza derretida, enredada en la incomprensión, en la mentira de afuera; ira justa, que tanto tardé en comprender.

Beso la cumbre desde los pulmones de un melancólico Neptuno. Vuelve el tren, lo pinto de colores con mis pestañas.

Las barbas eran de un hombre humano; las lágrimas, de una mujer humana.

Ahora comprendo en la cumbre y me subo a mi propio tren.

Ahora entiendo y perdono.

Ahora sé y me perdono.

7/12/20

La flor marchita

La flor siempre estuvo. Oculta entre escombros, sintiéndose un pedazo sombrío de lo que veía a su alrededor.

La savia golpeaba armónicamente para hacerse notar. Alguna mariposa apareció, y elevaba su vuelo, inalcanzable.

Cómo puedo ser, cómo puedo dejar de ser alquitrán perenne y viejo.

Aprendió a correr, aprendió a nadar a contracorriente. Memorizó técnicas de vuelo... siguió siendo brea.

Su voz se empañaba, las heladas paredes del laberinto marchitaban sus pétalos.

Llegó al centro, besó al Minotauro. Creyó haber descubierto los secretos de la alquimia mientras la bestia continuaba habitando sus entrañas.

Perdió la mirada, perdió la piel, perdió los atardeceres que tapizaban su cuerpo.

Perdió

No he perdido nada. Sigo siendo el mismo eterno fracaso.

Sí los perdió, pero solo ante sus ojos; no escogía bien sus espejos y el charco al que se asomaba estaba enturbiado.

No se veía. No percibía su fragancia. Se creyó desde los inicios un conjunto de ruinas, pero no de aquellas que admiran los historiadores.

Le falta comprender que algo nubló su vista y que, en realidad, no hay necesidad de alquimia. Que sus pétalos no están marchitos, que el verde reluce palpitante, que las abejas buscan su néctar. Pero no puede oír su zumbido.

¿Cuándo despertará de su sueño? Será el rocío, y no las lágrimas, quien limpie sus ojos.

Pensé...

No ha cambiado nada. Siguen conviviendo en mí cantos de ruiseñor y las ogrientas voces que arrancan alas de mariposa. Solo hay más frío, más gruta asfixiante rasgando mis cuerdas vocales. Solo hay películas a medias que se amontonan en un destartalado garaje. Destartalado como mi cabeza.

Mi cabeza, que cree que puede desactivar el generador de huracanes, transformarlos en un dulce soplo. Mientras tanto, sigo con la alquimia que nunca acaba. Y cada día hay más plomo.

No vuelve mi risa.

Pensé... 

Quizás ese fue el error.

O lo fue creer en luciérnagas cuando en este planeta nos come nuestra propia mierda.

Pensé. Soñé que rescatabas la rosa. Soñé y aun estaba dentro del laberinto, con los brazos encadenados desde adentro, desde la voz ogrienta, desde la voz plomiza, desde las memorias que no entiendo, que no sé liberar.

Pensé que esta vez. 

Pensé que esta vez sí, que esta vez tú.

La mierda come el planeta. Come mi pecho mezquino.

¿Me engaño con mis fantasías protuberantes llenas de color? ¿Me engaño con las psicodélicas despedidas de sol?

Si nos come la mierda...

Si en mi sangre... quizás... ya solo queda mierda. Y en mi mente engañada quedas tú.

5/12/20

Lo innombrable

Pensé que, de darse, se trataría de un vacío no natural, un vacío resultante del fracaso.

Sumergida a diario en el acontecer, con sus llanuras y sus picos, no es fácil percibir eso, lo innombrable (porque no sabemos nombrarlo o porque el programa nos lleva a rechazar la palabra mientras nuestra naturaleza humana nos hace anhelar su contenido). Solo al aparecer la posibilidad, comprendí lo necesario que es para mí (para todos los seres humanos: la mayoría lo sabe; otros “decidimos” ignorarlo).

Una presencia cálida, ya casi siempre de espaldas, ya sin cubo y pala, sin visitas al parque, sin... todo aquello que he desterrado (¿para qué recordar?). He huido de ese concepto absurdo que nos inculcan, absurdo y dañino porque te llena de expectativas que no sabes cumplir. Exceso de juicio y críticas, de golpes disfrazados de consejos “por tu bien”. Y al final descubres que ese rol es solo un engaño: uno de los mayores parásitos que asolan las cabezas de la colectividad.

Pero al escapar del concepto, me he exiliado de eso. Quizás porque no supe mantenerlo. Quizás porque lo mezclé (somos alma y ego, y el ego es la ejecución de nuestra programación inconsciente) con el Robespierre que ruge en mis entrañas.

Desconozco la solución lógica. Si has estado regando una planta a la vez con agua y con amoniaco, quizás el único modo de hacer que se recupere sea darle lo que necesita y esperar, pero no puedes dárselo, porque no tienes agua pura, tu sol se queda sin pilas cada poco tiempo y, además, Robespierre sigue viviendo en ti.

Al menos has reconocido eso por unos minutos. Y ahora que por fin has vuelto a verlo, eres consciente de que existe una importante posibilidad de que huya de ti. ¿Y qué esperas, cuando tú misma lo has desterrado?

No podías hacer otra cosa, está claro. Robespierre es una comunidad de piojos que han encontrado un hogar agradable en ti. No se va a ir tan fácil. Y en los momentos de debilidad, es tu titiritero.

Ahora sabes que te importa lo innombrable, que lo tuviste, que lo ofreciste con toda la potencia de tu sangre colonizada.

Pero el invierno intermitente ha rasgado los colores. No consintió el brillo en los ojos, la dulzura en la voz, las explicaciones sosegadas. No permitió la cálida rutina que compone los muros de un hogar. No permitió un hogar.

¿Y qué se hace entonces con la planta? ¿Qué se hace con el anhelo de lo innombrable y el repudio de su nombre? ¿Qué se hace con la conciencia del posible vacío?