23/1/21

Cartón mojado

Sentimientos a la carta, según la conveniencia del momento. Dicen algunos que esa es la clave. Pero la vida no es un menú del día.

Tampoco creo que se nos pueda reducir al resultado de las tormentas y granizadas contra las que nos toca lidiar.

Sin embargo, en algunas épocas son tan intensas, duraderas y sucesivas que el pecho parece un cartón mojado o una bolsa de plástico dando vueltas sin ton ni son en una calle gris a la que no llegan las hojas de los castaños.

Me acusan de buscar la soledad; no entienden que, entre el ruido de las conversaciones banales y el de mi propia mente básica (que se opone a la compleja. ¿Estoy afirmando que tenemos varias mentes? Así es), siempre me acaba faltando tiempo para escucharme. Y es que no me conformo con esta opacidad. Ellos dicen: úsala de pantalla y compra nuestras quimeras para proyectarlas en tu tonto corazón embarrado, hoy todo al cincuenta por ciento en la sección de palabras huecas y sensiblería. No quiero su opio de colorines. Mi azul es solo azul, no brilla, pero besa mis venas; me mantiene viva de verdad.

Fotograma de American Beauty

¿Y qué hago cuando los truenos no permiten sentir su caricia, si ya he dicho que no compro sucedáneos? Busco un refugio, saco mi colección de caracolas y me pongo a escucharlas, a ver cuál de todas me habla de mí, a ver cuál sabe qué siento.

No ocultaré que he silenciado una: la que susurra tu nombre. No, ya no más nombres. No escribiré letras de más con mi sangre, que si no se me agota.

Siento a medias, siento algo, algo comprendo. Por un rato, ya no soy tan cartón. Llega el azul desvanecido, tan enredado últimamente con la rabia.

Llega leve, pero real.

14/1/21

Justicia humana

Julia dirigió su mirada a la encimera de la cocina, a la que llegaba algo de luz del salón. Desde allí podía ver el taco de madera en el que reposaban los cuchillos. Después, avanzó con sigilo hacia el sofá. Escuchó un golpe producido por el gato, que debía de haber tirado algún objeto al saltar desde la estantería. Leandro no se despertó. Se había quedado dormido en el sofá con el traje puesto.

La mujer giró la cabeza hacia la puerta de la cocina y observó de nuevo los cuchillos. Sería tan fácil, pensó. Pero no se atrevía a moverse. En solo unos instantes, regresaron a su mente todas las imágenes que la habían estado perturbando durante los últimos meses. Todas las noches tenía pesadillas en las que revivía la desesperación de los ancianos, el olor de los que habían fallecido sin que nadie hiciese nada, la impotencia de sus compañeras y la suya ante la falta de recursos y de atención por parte de la directora... Finalmente, decidió dejar el trabajo donde había permanecido casi veinte años. Aunque ya había pasado lo peor, se sentía incapaz de atender a los ancianos en esas condiciones. No soportaba ver su tristeza. ¿Para qué voy a seguir viviendo si no puedo besar a mis nietos?, le decía Matilde. Julia entonces tenía que reprimir la necesidad de consolarla con un abrazo y, tras darle la merienda, se encerraba en el baño a llorar.

La vida en la residencia nunca había sido fácil. Julia comprendía que algunos familiares se veían incapaces de cuidar a sus mayores, entre el trabajo y el desconocimiento, pero otros ancianos jamás recibían visitas. Matilde, que hasta aquella fatídica primavera había sido muy vivaracha, les cantaba romances y coplillas y conseguía que todos acabasen riendo, incluso Jacinto, cuya mujer y el único hijo que tenían ya habían muerto.

También les contaba Matilde cómo fue su infancia en aquel pueblecito de Extremadura. Allí los ancianos, con o sin parientes, siempre tenían a alguien que les cuidara, ya que todos los vecinos eran como una gran familia.

Ojalá las cosas fueran ahora como en aquel entonces, se dijo Julia, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Y, entonces, al oír la respiración de Leandro, le inundó de nuevo la rabia. ¿Cómo iban a recuperar la alegría del pasado con tipos como ese? Le había costado creerlo al principio, pero las pruebas estaban ahí. En todos los hospitales había pasado lo mismo.

Las piernas le temblaban tanto que decidió sentarse. Se apercibió de que estaba en la misma silla donde se había sentado cuando tuvo la entrevista de trabajo para cuidar a Rosa, la madre de Leandro. No entendía cómo una señora tan entrañable podía tener un hijo así.

Tras solo dos meses en su nuevo empleo, Julia empezó a descubrir las maquinaciones en las que estaba implicado Leandro.  Al principio, escuchaba fragmentos de conversación que el hombre mantenía por teléfono, quizás dando por sentado que tanto su madre como ella estaban dormidas. Después, descubrió algunos documentos que corroboraban sus sospechas. No quería creerlo, pero las pistas la llevaban a esa terrible verdad. Para asegurarse aún más, pidió ayuda a su hermano, que trabajaba en una empresa de seguridad informática. Sustraer el portátil de Leandro no fue tarea sencilla, menos aún teniendo en cuenta que Julia nunca había hecho algo así, pero le pudo la preocupación por lo que probablemente estaba pasando. Así que le llevó el ordenador a su hermano, quien, tras hacer unas pesquisas, le confirmó que Leandro había recibido una importante suma de dinero para activar un protocolo determinado en el hospital que dirigía. La mujer devolvió el portátil a su lugar en el escritorio media hora antes de que Leandro regresase a casa.

Lo que les había parecido extraño a Julia y a su hermano era que, por lo que habían explicado en los medios de comunicación, ese mismo protocolo se había aplicado en todos los centros hospitalarios del país. Entonces, siguieron investigando y descubrieron que algunos directores de hospital habían sido despedidos por negarse a cumplir las exigencias que venían del Ministerio de Sanidad, pues las medidas no solo no mejoraron la situación de los pacientes durante la crisis sanitaria de aquella primavera, sino que, además, causaron la muerte a muchos de ellos.

Julia seguía sin creérselo del todo. Y solo aceptó la realidad en su fuero interno cuando su hermano logró contactar con el exdirector de un hospital de Madrid, quien les contó con detalle cómo tales protocolos afectaban la salud de los enfermos. Como no podía ser de otro modo, han incinerado las pruebas, finalizó.

Aquella tarde, mientras volvía al trabajo, se esforzaba por recuperar la compostura. No podía permitir que Leandro se diese cuenta de la información que había descubierto.

A partir de ese día, Julia se centró en Rosa e intentó no darle demasiadas vueltas al asunto. ¿Qué podía hacer ella, si el propio Ministerio estaba implicado? Su hermano le envió algunas declaraciones anónimas de enfermeros y otros sanitarios, pero no siempre las escuchaba, porque, cuando lo hacía, una mezcla de rabia y tristeza se apoderaba de ella, y Rosa la necesitaba. No podía cuidarla en condiciones si las emociones la derrumbaban hasta ese extremo, pues ya no se trataba solo de la angustia vivida en la residencia; ahora sabía que las muertes de muchas personas tenían culpables.

Julia inspiró profundamente, pero las piernas seguían temblándole y notaba sus manos sudorosas. Con dificultad, logró ponerse en pie y posó su mano en el mango de uno de los cuchillos. Miró a Leandro, que seguía durmiendo a pierna suelta en el sofá. Los sonidos se agudizaron: el latido de su pecho, sus jadeos, el rechinar de sus dientes. Comenzó a sacar el cuchillo de la ranura. La rabia que sentía aumentaba por momentos, pero vio en la encimera el tazón en el que Rosa tomaba el caldo y recordó cuando, la tarde anterior, Leandro alimentaba a su madre, que sonreía con dulzura al hijo. Soltó lentamente el cuchillo y se quedó unos segundos de pie. Se preguntaba cómo era posible que Leandro, a pesar de ser cómplice de la muerte de inocentes, tratase, en cambio, con tanto mimo a Rosa.

Julia volvió a la habitación que ocupaba en la casa, se acostó y resopló. La anciana no merecía tanto dolor. Solo espero que algún día se haga justicia y que nunca se vuelva a repetir algo así, se dijo e intentó, sin éxito, quedarse dormida.

2/1/21

Tejiendo escarcha

Hago encaje de bolillos con las agujas del reloj y destruyo con mi torpeza el hogar de las arañas que acarician mi pecho y derraman un dulce sol desde mi vientre.

Sé que soy simple al decir que anhelo olas, que el invierno evapora la lluvia temeraria. Pero es que el látigo no permite. Es su naturaleza.

Si pudieras disolverlo en tu saliva y escupirlo lejos.

No. Aquí estoy yo, mirando la espuma del horizonte, sabiendo que está bajo cero. Me lo han contado las agujas mientras atrofian insaciables mis palabras.