Convertí al papel desde siempre -o él se convirtió- en mi
mejor amigo. Ellos no comprendían; solo a ratos; solo algunas cosas.
El papel y los árboles.
También desde siempre, esa contradicción.
Ellos no sentían lo que yo sentía por los árboles, por el
papel.
Ellos sienten según la información inscrita en el mapa desde
hace cientos de miles de años.
Yo no entiendo los mapas.
Lo más característico es que se necesitan. Y a mí me sobra,
me aturde ese homo. No negaré -sería hipócrita- que sí necesito algo
humano. Pero es el humano que se piensa a sí mismo, que anhela con ímpetu vivir
por encima del homo gregarius; el homo que se sabe alquimista y
que orienta sus pasos al manejo de esa ciencia. El que conoce su plomo y su
oro, algo que el homo gregarius teme hasta el punto de pasar toda una vida
sin ver, sin verse.
He llorado plomos propios y ajenos. He tocado la flor
inmarcesible sin usar mis manos. Y salió mal. No alcancé la ciencia y me deshice
en un laberinto de ríos que se acabaron secando.
Y ahora que empiezo a tocar otro plomo, otra flor, hiere el
verdugo mis manos invisibles; me condena por no usar los dedos de plástico del homo
gregarius y, peor, por no hacerlo mi confidente, sin saber que el papel es
la inmensidad y cada una de sus partes. Hablo a todo, escribo en la tierra, en las
nubes, en las aves, en las ratas, en los gusanos, en el estiércol, en las rosas,
en las estrellas y en los ojos que me ven.
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