30/3/16

Esperanza

El azabache logró emerger, empujando con fieros besos las plomizas nubes de rencor. Pero, una vez en la superficie, se volvió suave y permaneció apenas tintineando. Después comenzó a cristalizar hasta convertirse en perla que una lluvia azul de notas hacía crecer.

Danzaba mi pecho, sonreía mi antes gris alma. Pero algo estaba cambiando. Los duendes y demás criaturas, que tanto amaban el azabache, se habían esfumado. La perla seguía enorme y brillante, pero ya no era contemplada por un jardín de seres risueños.

Intenté encontrar su rastro, pero solo hallé, en el suelo, rasgadas, pequeñas sombras. De repente, al alzar los ojos, comprobé que, en lugar de la perla, había una grieta. Al asomarme, no vi el inmenso y bello vacío de antaño, sino una inmisericorde nada que me atravesaba con su mirada diabólica.

Y cuanto más grande era mi anhelo por volver a soñar, más lo era también el terror. Hoy no sé quién triunfará con su presencia. Pero mientras haya luz en mis ojos para contemplar la grieta, tendré esperanza.

6/3/16

El silencio de la lluvia

Me senté en las escaleras, ahora tan distintas, pegadas a la pared que hace tiempo comenzó a amarillear. Su color me recordó ese sol que no consigue traspasar la piel. Son unas escaleras largas, tanto que parecen no tener fin. Hace años olían muy bien y la luz se reflejaba en ellas. Ahora sirven de refugio al polvo.

Pienso que tal vez no debería haber abierto esa puerta. En realidad, si hubiese dependido de mí, no lo habría hecho. Es el pequeño duende que siempre me acompaña, que me obliga a caminar y, a veces, a reír, algo no muy propio de mí.

Fue como entrar en una realidad paralela, donde se distorsionaban el tiempo y el espacio. Y, efectivamente, el número de metros cuadrados era el mismo, pero el aire parecía ondularse y retorcía infame algo dentro de mí. Tan grande debía de ser su influencia que de los ojos del duende salió una lágrima. Su viaje pareció durar horas. Mientras descendía vi la imagen, ya casi sin color, de distintas sonrisas. Cuando la lágrima tocó el suelo, se partió en mil pedazos que no desaparecieron.

Entonces, la tristeza que había conseguido atrapar al duende, me abrazó, me besó y me envolvió en su aliento helado. Incluso a mí, que estoy acostumbrada desde siempre a sentimientos grises, me abrumó. Y, sin embargo, no hubo llanto. Solo podía mirar la escalera.

Cuando el viento volvió a silbar, nos levantamos y nos fuimos de allí. Al cerrar la puerta, vi los pedazos de lágrima que, incluso sin moverse, mordían mi pecho.


Ahora estamos lejos, pero el beso no quiere abandonar mi sangre y aquí sigue sin llover.