Comparto aquí el apartado de
“Conclusiones” del libro Por
qué perdimos la guerra de Diego Abad de
Santillán, que, como expliqué en el
artículo donde lo recomendé, tiene cierto tono patriótico que no comparto. No
obstante, hay que situar las palabras en su contexto, pues este patriotismo no
se asemeja en nada al nacionalismo franquista. Se trata más bien de una
alabanza del pueblo como tal, como gente no subyugada a ningún tipo de poder,
que gestiona directamente los recursos. Se trata de un patriotismo surgido de
la necesidad de defenderse de los intereses imperialistas de grandes potencias
extranjeras y que no busca subyugar a
otros pueblos. No obstante, lo que interesa verdaderamente son los hechos acontecidos
durante la guerra civil que causaron la derrota. (Los subrayados en color son
míos):
Ha terminado
la guerra española, gracias a la poderosa ayuda ítaloalemana prestada a
nuestros enemigos, en hombres y en material bélico, y gracias también a la
complacencia criminal de los llamados Gobiernos democráticos, autores de la
farsa inicua de la no-intervención. Ha terminado la guerra española, pero el
mundo, que nos aisló de toda posibilidad de lucha con pretextos fútiles y cálculos
falsos, tiene ahora que pagar los platos rotos de la nueva hecatombe.
Burgueses y
proletarios de todos los países estuvieron unidos en la cómoda interpretación
de que nuestra guerra sólo a nosotros, beligerantes, nos incumbía. Cuando no cometieron el gravísimo delito de ayudar a nuestros
enemigos —el paraíso del proletariado,
Rusia, enviaba a Italia la nafta con que la aviación fascista nos bombardeaba,
destruyendo ciudades y masacrando poblaciones civiles—, bloqueándonos a nosotros hasta hacernos sucumbir.
Francia e
Inglaterra se encuentran por eso ante la realidad que les habíamos señalado
tantas veces como inevitable. ¡No intervención o intervención unilateral a
favor de los facciosos! Tal ha sido la posición ante la cual nos hemos estrellado.
El
fracaso del fascismo en España era el primer peldaño del derrumbe del fascismo
en Europa y en el mundo.
Comprendemos la trágica situación de Inglaterra,
que ha sostenido al fascismo italiano desde que comenzó a despuntar como instrumento liberticida, puesta ante la
obligación, atendiendo al propio interés, de
ayudar al antifascismo español. Los acontecimientos que
estamos viviendo nos muestran que optó a favor de Italia y contra
nuestra España, contra esa España a la que en
1808 creyó de su deber auxiliar en su lucha
contra Napoleón, y lo hizo esta vez en propio daño.
Si en la
presente contienda bélica salen airosos los aliados francobritánicos, habrán
tenido que satisfacer, previamente, la deuda contraída con su actitud ante
nuestra guerra. ¡No hay plazo que no se cumpla!
Terminó
la lucha en España como no hubiéramos
deseado que terminara, pero como habíamos previsto
que terminaría si no se operaban determinados cambios en la dirección y en la
política de la guerra: con una catástrofe militar
—por derrumbamiento de los frentes y de la retaguardia— y con una bacanal sangrienta
a costa de los vencidos. Dos libros informan sobre esa fase final: uno del coronel Segismundo Casado, The Last Days of Madrid, y el otro de J. García Pradas: Cómo terminó la guerra en España. Confirman ambos, punto por punto, desde su escenario de acción en
la región del Centro, lo que nosotros hemos
querido reflejar a través de lo observado en Cataluña.
La misma
intervención funesta de los emisarios rusos y de sus aliados españoles, tan
blandos y accesibles a la corrupción, los mismos crímenes contra el pueblo, la
misma conspiración contra España, la misma descomposición moral por obra de una
política que no tenía más alcances que el predominio de partido en el aparato
de Estado.
De las tres
causas que nosotros señalamos como causantes
fundamentales de nuestra derrota: a) la política franco-británica de la no intervención… unilateral;
b) la intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del
Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras, sólo en este
tercer aspecto señala nuestro relato una variante esencial.
Pero esos dos
volúmenes sobre el final de nuestra guerra, nos eximen de referirnos a
acontecimientos en los que no hemos tomado parte —y no por falta de deseo o de
identificación con ellos— y de describir ambientes en los que no hemos vivido.
Nos
consideramos ya fuera de combate por la derrota y
por haber descubierto más de lo que convenía el velo de la clandestinidad en
que se había desarrollado siempre nuestro movimiento. Por eso podemos
hablar del pasado y sostener que, en lo sucesivo,
cada cual cargará con la responsabilidad que le quepa en la tragedia de España.
Nosotros hacemos bastante con cargar con la propia.
Representábamos
la más vieja organización de tipo político-social de la España moderna. La Federación Anarquista Ibérica es la misma
Alianza de la Democracia Socialista fundada en 1868 en Madrid y en Barcelona y
extendida luego por toda la Península, incluso Portugal. Núcleo íntimo de propaganda, de organización obrera y de
lucha, todavía sigue preocupando a los vencedores su liquidación, al comprobar
por múltiples signos cotidianos que ni el terror ni los fusilamientos han
logrado hacerlo desaparecer. El desenlace de
la guerra ha puesto a muchos millares y millares de nosotros, vencidos,
fuera de combate. Pero con nuestra exclusión
no está asegurado el desarraigo de nuestro
movimiento. Otros han ocupado ya el puesto de los caídos y de los supervivientes en el exilio, supervivientes que
equivalen igualmente a bajas definitivas,
porque una supervivencia fuera de nuestro clima geográfico, político y social equivale a la muerte. Para reanudar la
historia española no hay más que un terreno
propicio: ¡España!
A ese
movimiento clandestino de recia contextura combativa y moral se debe la
orientación, el desarrollo y la defensa de las organizaciones obreras revolucionarias
de España, sus luchas heroicas, su resistencia inigualada a todos los métodos
de la inquisición política de derechas y de izquierdas, sin interrupción desde
la turbia época de Sagasta. ¡Cuántos negros períodos de amargura desde
entonces! ¡Cuántas generaciones de militantes aplastadas en esa brega! Le tocó
ahora a nuestra generación caer. Y ha caído en su ley. Por eso resurgirá, y
está resurgiendo ya, la misma veta roja de nuestra historia y se continuará la
batalla por la justicia. ¿Qué puede importar a nadie que no seamos ya soldados
de esa cruzada?
La acción
progresiva y justiciera de casi tres cuartos de siglo ha pesado considerablemente
en el desarrollo de la moderna historia española. En más de una ocasión,
frustrados los otros medios posibles, los de la propaganda y la presión
sindical simple, fue preciso recurrir a procedimientos más enérgicos y
expeditivos. Torturadores y verdugos del pueblo eran perseguidos siempre por la
sombra de la acción vengadora anónima. Algunos hechos individuales de
represalia y algunas insurrecciones armadas, las últimas, en diciembre y enero
de 1933 y en octubre de 1934 contra la exótica República misma, y el
funcionamiento invisible, pero permanente, de nuestros grupos dispersos en
todos los ambientes, han hecho hablar mucho de nosotros, tejiendo una leyenda y
un mito. Ese mito y esa leyenda se vio en Julio de
1936 que correspondían en buena parte a la realidad en ciertos aspectos.
Fuera
de la cooperación apasionada del socialismo revolucionario madrileño, con el
que compartimos el triunfo sobre la militarada en la capital de España, en el
resto de las regiones donde los militares fueron derrotados, el esfuerzo fue
casi exclusivamente nuestro.
Y no se ha triunfado en toda España porque nuestra
gente carecía de armamento y el Gobierno de la República había prevenido el 18
de julio a los Gobernadores civiles para que no entregasen armas al pueblo.
A
fines de 1937 figuraban en nuestras filas 154.000 inscritos. Eran menos, es
verdad, antes de la guerra, pero su influencia alcanzaba a millones de
trabajadores industriales y de campesinos. Muchas veces partidos y organizaciones de izquierda se creían directores de
acontecimientos de que no eran más que juguetes,
dóciles a un ambiente que habíamos preparado para dar
un paso más en la senda del progreso económico, político y social del
país.
Hemos
mencionado, por ejemplo, cuál ha sido la causa de que hayamos arrojado en 1933
del poder a las izquierdas, y cuáles fueron los motivos que, en febrero de
1936, nos movieron a devolvérselo.
Podemos ahora
hablar de muchas cosas que nos atribuyen sin razón, y de las que no nos
atribuyen, porque se ignora cuáles han sido sus fuentes y determinantes.
Ningún
partido de los que se disputaban el Parlamento o el Gobierno tenía una
organización tan sólida como la nuestra, ni tanta fuerza numérica y tanto arraigo
en el pueblo, a cuyos intereses y aspiraciones hemos permanecido y permanecemos
fieles. Por
fidelidad a ese pueblo, que no a su Gobierno, hemos
pretendido hasta la última hora entrar plenamente en juego, a nuestro
modo, y no se nos ha consentido.
Nunca habíamos
tenido contacto ni vinculaciones con ninguna otra fuerza organizada, fuera de
la Confederación Nacional del Trabajo, nombre nuevo, que sólo data de 1911, de
la vieja organización obrera sostenida desde 1869 por nuestro movimiento. Cuando estalló la guerra como resultado de nuestro triunfo
sobre una serie de guarniciones del ejército sublevado, creímos necesario dar
públicamente la cara y coordinar el máximo de voluntades en torno a la
contienda que se iniciaba. Se nos acusa por algunos de haber pensado más en la
guerra que en la revolución. No teníamos más posibilidades de instaurar y
asegurar una nueva organización económica y social que triunfando en la guerra.
¿Dónde se quería que hiciésemos una revolución si el territorio estaba en manos del enemigo en su mayor parte?
¿Es que se hacen revoluciones sociales en
las nubes? No hemos triunfado, hemos perdido el terreno
sobre el cual una gran transformación económica y social era posible, porque obreros
y burgueses de todos los países coincidieron en sofocarnos, cruzándose de
brazos o trabajando para nuestros enemigos. Y la
revolución que se esperaba en España, de acuerdo al clima y a la
preparación del pueblo llamado a realizarla, no según cartabones dogmáticos de
partido, fue liquidada por quién sabe cuántos años.
El balance de
la contienda iniciada el 19 de julio de 1936 y terminada como verdadera guerra
internacional de España contra las potencias militaristas más agresivas de
Europa, en abril de 1939, no se puede olvidar ni menospreciar.
Sólo pueden
acusarnos y pedirnos cuentas y aleccionarnos los que estén dispuestos a imitar
aquella epopeya y a pagar por sus ideales el mismo precio que han pagado los
revolucionarios españoles por los suyos. Hubo no menos
de dos millones de muertos de ambos bandos, y hubo más de cien mil fusilados y
asesinados en España después del triunfo fascista. Y se añaden a esas cifras un millón
de prisioneros en los campos de concentración españoles y medio millón de
refugiados en los campos de concentración de Francia y Norte de África,
calculando en 60.000 la cifra de los que murieron en el éxodo y en el exilio de
hambre, de frío y de tristeza.
Esas cifras
dicen algo de la epopeya popular más grandiosa de los tiempos modernos. Ni
siquiera la derrota disminuye su gloria y su trascendencia histórica. Esos
cadáveres abonan la vitalidad de la España eterna, que resucitará de sus
cenizas, más pujante e invencible que nunca.
El
valeroso Gobierno de la victoria,
hechura de Moscú, disponía en el extranjero de
ingentes recursos financieros como para atender a las víctimas del éxodo gigantesco.
Pero lo mismo que nosotros no hemos logrado en España, desde el Frente Popular,
que se rindiese cuentas de la situación de nuestra hacienda, tampoco se logró
en el extranjero, en la entelequia de la Diputación permanente de las
Cortes, reunida en París, que los aprovechados
atracadores del tesoro nacional, diesen la menor explicación de sus
dilapidaciones.
Algo vino a
saberse más allá de los círculos íntimos, por la separación ruidosa de Prieto y
Negrín, cada uno de los cuales alegaba derechos a administrar el botín de la
guerra en provecho propio y de sus amigos y cómplices. Pero la luz queda por
hacer.
A la
atribulación del fracaso, uno de cuyos factores fue la política de la intervención
rusa en España, quizás ya en buen acuerdo con la Alemania hitleriana, se
une para las grandes masas la comprobación del engaño en que han vivido y luchado y el descubrimiento de la catadura
moral de los dirigentes y usufructuarios de
nuestra guerra. El mito de la resistencia con pan o
sin pan, con armas o sin ellas, era sólo la ambición de disfrutar después del
desastre, solos, del botín logrado con nuestra derrota, que era su victoria.
Y con esos
millones de la España despojada y escarnecida, se comprarán conciencias y
plumas que, por encima de tanta tragedia y de tanta suciedad, elevarán a los
afortunados un pedestal de héroes. También se quiere llegar a eso. Alguien ha
escrito y nosotros esperamos que así sea: “Quieren pasar a la historia en
mármoles y bronces y han de contentarse con un estercolero”.
Sólo
queda un héroe para hoy y para siempre, mártir y puro: el pueblo español. No podremos estar en lo sucesivo a su
lado más que con nuestra simpatía y nuestro cariño. Es la única grandeza ante
la cual nos descubrimos con respeto. Sólo nos
avergüenza y nos intriga el hecho de que hayan podido salir de ese gran pueblo
tantos traidores, en nombre de los más opuestos ideales.
Casi tres
siglos duró el aplastamiento del espíritu ibérico después de la derrota de los
comuneros de Castilla y de los agermanados de Valencia por el emperador Carlos
V, y de la liquidación de las libertades de Aragón por Felipe II. ¿Quién podía
figurarse que nuestro pueblo estuviese todavía vivo en 1808? En aquella gesta
gloriosa de seis años volvió España a entrar en la Historia. Pero en 1823, el
tirano abyecto Fernando VII, creador de escuelas de tauromaquia, logró imponer
de nuevo su despotismo sobre ríos de sangre y martirios infinitos. Desde
aquella época hasta julio de 1936, entre guerras civiles, rebeliones populares
y períodos de cansancio y de agotamiento, un intervalo de poco más de un siglo,
¿cuántos profetas anunciaron la muerte de España? En 1936 se mostró nuestro
pueblo otra vez tal como es, heroico en la lucha y
genial en la reconstrucción económica y social, recuperando en pocos
meses de libertad el propio ritmo. La derrota de 1939 durará más o menos; pero
sólo a costa del exterminio total del pueblo español podrá cambiar
definitivamente el espíritu de ese gran pueblo y se logrará sofocar la
esperanza de la nueva vida, de la nueva aurora.
Buenos Aires, 5 abril 1940.
Lamentablemente, esa derrota duró mucho
más de lo que quizás esperaba Abad de Santillán cuando escribió su libro. De
hecho, no solo el pueblo jamás se recuperó, sino que además ha perdido la
conciencia de clase y ha sido engañado con ficciones de libertad, porque tras
casi cuarenta años de aplastamiento brutal, le regalaron un poco menos de
represión, y confundió la sensación de alivio con la verdadera libertad. Y la
propaganda a la que llevamos sometidos, especialmente en el último lustro, ha
sido el golpe definitivo. Se ha logrado que el pueblo se alinee con la
ideología del Poder de dos maneras complementarias: 1) simulando el gobierno
represivo ser representante de las ideas socialistas que nos liberarían de su yugo,
pero desustanciándolas y presentándolas como pura palabrería hueca (selección
léxica), consiguiendo así demonizarlas para que el pueblo las rechace; 2)
presentándose los que abiertamente defienden el capitalismo, desde los
neoliberales hasta los nostálgicos del franquismo (El Toro TV y todos los
periódicos y medios digitales que han proliferado desde 2020), como la
oposición rebelde al statu
quo, lo cual es solo una fachada que, a
pesar de ello, les ha funcionado.
Pero esto es algo que traspasa nuestras
fronteras. Al pueblo residente en el Estado español se le aplastó de una manera
determinada, y al pueblo residente en otros países, de otra, pues la clase
dominante se va adaptando a las circunstancias específicas. No negaré que
exista una idiosincrasia, pero bajo ella habita la condición de clase, que es
adquirida por el contexto social, y, aún más importante, la condición humana,
que a todos nos une. El origen de la represión y de la violencia, como ya he
apuntado en otras ocasiones, está precisamente en la destrucción de la
condición humana, ya desde la etapa intrauterina y a lo largo de la infancia,
reforzando la estructura de carácter neurótico adquirida en los primeros siete
años durante el resto de nuestras vidas. Esta destrucción se realiza a gran
escala mediante el control del parto por parte del sistema sanitario, que
provoca el trauma del nacimiento; la crianza irrespetuosa impuesta socialmente
y ejercida dentro de la familia patriarcal que se nos ofrece como modelo
(edipización, moldeamiento inconsciente del niño o la niña para que se someta
al orden establecido; el niño bien educado es el sometido, el “maleducado” es
el que no se somete); la extensión en el sistema educativo del proceso de
sometimiento iniciado dentro de la familia patriarcal; la sustitución de los
impulsos sexuales primarios por los secundarios, que comienza en la etapa
infantil, pero que se ve fuertemente reforzada en la adolescencia a través de
la cultura de masas y del tipo de sociedad en que vivimos; y, finalmente, en la
vida adulta, el trabajo asalariado que nos despieza (utilizando el verbo que
usa Casilda Rodrigáñez en sus libros) y el sistema económico que convierte
nuestra vida en un sálvese quien
pueda.