La realidad que se nos presenta en las primeras páginas de
la segunda novela de Albert Camus es desoladora: un mundo vacío, donde el
individuo vive en soledad interior. Se nos dice: “la ciudad, en sí misma, (...)
es fea” y se nos menciona el “aspecto frívolo de la población y de la vida”,
pues se vive por costumbre.
Sin embargo, el narrador no se deja arrastrar por el estado
del escenario que describe. Enseguida comienza a mostrar escenas en las que se
va a centrar a lo largo de su crónica: las de amor. Un amor que pronto va a ser
obstaculizado por la epidemia de peste que sufre la ciudad de Orán y por las medidas
que se tienen que implementar y que sumen a la ciudad en el aislamiento. De
repente, las familias y las parejas de amantes se encuentran separadas e incomunicadas,
ya que ni siquiera se permiten las cartas y telegramas.
La muerte se extiende sin freno y ni las medidas ni el
esfuerzo empleados son suficientes. Ante esta situación, existe una reacción
que acepta lo que sucede, pues se considera que proviene de la voluntad de Dios
y que es fruto del pecado; por lo tanto, es necesario resignarse. Y, opuesta a
ella, está la postura que rechaza todo lo que haga morir o lo justifique. Los
protagonistas de esta historia, y a su vez, cronistas, luchan contra la muerte
en la medida de sus posibilidades.
Ellos son el médico Rieux y Tarrou, un hombre de curiosa
personalidad y cuyas notas usa el narrador para contar los hechos. Dicho
narrador nos habla en realidad a través de las crónicas de otro narrador que “será
conocido a su tiempo”, lo que se nos recuerda durante casi todo el relato y nos
mantiene en suspense. Pero no es esto lo más notable de la novela.
Camus consigue tocar el corazón del lector, no de una manera
suave y superficial, como una canción simplona, sino de modo punzante, poniéndonos
delante la realidad, mostrándonos siempre el lado humano de la situación. Y
esto lo hace porque el narrador dice explícitamente que va a mantenerse el margen
de lo que cuenta. No hay valoraciones personales. Conocemos a los enfermos,
sobre todo, a través de Rieux. Y al conocer su enfermedad, se nos habla también
de sus historias de amor, de sus esperanzas e inquietudes. Pero no solo las de
los que han contraído la peste. También conocemos el sueño de Grand, que trata
de encontrar las palabras adecuadas para su obra; o el de Rambert, un
periodista que se queda atrapado en la ciudad y separado de la mujer a la que ama.
La peste es, en realidad, una metáfora de aquello que
infecta al ser humano y constituye uno de los asuntos principales que trata la
novela, además del amor, que ya hemos citado. “Cada uno lleva en sí mismo la
peste”. Por eso Tarrou, que ya había conocido la infección anteriormente en otra de sus formas, trata de no infectar
a nadie: “Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un apestado
durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar contra la
peste”; “Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser
un apestado”. Y la manera de hacerlo en el momento de la narración es dedicando
su tiempo y sus fuerzas a atender a los enfermos, tarea a la que se suma
incluso uno de los personajes que sí que aceptan la muerte.
Al principio, la imagen que se nos da de Tarrou es la de un
hombre con el corazón seco, y por eso nos descolocan su actitud y sus palabras
en el resto del relato. Sin embargo, pronto entendemos que son las situaciones vividas
las que le han dejado esa huella, como le pasará a Rieux, de quien se nos dice
que le empieza a invadir la indiferencia: “su corazón se cerraba sobre sí mismo”.
Es cierto que no actúa con patetismo: en una de las muertes más trágicas, la de
un niño, no hay reacciones apasionadas por parte de Rieux y el resto de
personas presentes; pero no se trata de indiferencia como sinónimo de dejadez.
Rieux simplemente hace lo que tiene que hacer, no porque se lo imponga una
religión o lo obligue alguien, sino por propia voluntad. Es el hombre el que se
hace a sí mismo.
La novela termina de una manera paralela a como empieza: si
al principio se nos habla de “esta ciudad sin alma”, ahora se nos dice: “este
mundo sin amor es un mundo muerto”. Y nos cansamos tanto de las injusticias que al final
solo exigimos “el rostro de un ser querido y el hechizo de la ternura en el
corazón”.
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