Decidió dejar
de culparse por no tener ya amapolas y siguió derramando desiertos por sus
mejillas, sabiéndolos eternos.
Renunció
también al anhelo por recuperar esos extensos campos rojos y se sentó quieta en
medio de las dunas.
Incluso el
cielo, que durante largos años lloró a causa de la voz extinguida de ella, no
tenía ya nubes ni color.
De vez en
cuando aparece algún oasis, pero ninguna amapola, ni otras flores rojas, rosas
o moradas... Allí solo existe un verde ahogado y el interminable marrón, que
acabará convirtiéndose en ceniza.
Ya casi ha
olvidado los campos de mayo de su juventud, más allá del océano, en su tierra
natal.
Ahora ya no
desea nada. Extrañas voces la invitan a abrir los ojos, a levantarse, pero sus
oídos están llenos de arena.
Y yo no sé si
finalmente un viento la empujará para acercarla a su destino, o si este
consiste en convertirse en polvo permaneciendo así por siempre en el desierto.
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