3/11/17

1-XI-2017

Me está dando tregua el otoño, evitando que se asiente noviembre, con su pipa y su raído paraguas. Y deja que la tierra se seque para que no se me inunde a mí el alma. No quiere que se me enfríen las manos, porque sabe que no aceptaré cualquier hoguera, que aunque hay mucho calor en mi pecho, solo tengo dos brazos, y son ambos tan yo que me producen hastío. ¿Para qué quiero copias de mis paisajes? Mi curiosidad insaciable desea navegar por un cielo ajeno, beber formas y fragancias que nunca encontré en mí.

Pero se cierran las ventanas y no hay alrededor palpitantes montañas que llamen como un imán a mis pies. Estos buscan ligereza, seguir la estela del vencejo disfrazado de cuervo. Imposible. Se ha disipado. Atrapado en negras mareas, ya no sabe retomar el vuelo.

Se eleva un gas tóxico del mar que lo destruye todo, causa ceguera, mata el tacto. Y mis alas indomables, que no temen salpicarse, lo sobrevuelan, como si cabalgaran un desierto de ceniza. Ya no sé si esperan encontrar algo, pero no pueden seguir otro rumbo, guiadas por no sé qué fuego invisible, tan cierto. No temen, no, quedar perdidas en este recurrente laberinto de Teseo, porque, estén donde estén, las envuelve un viento libre, un viento en el que se han rendido el rencor, el ansia de vencer, el miedo a las heridas, la necesidad hueca. Un viento que solo sabe ser.


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