10/5/21

El eco de una guitarra

Envuelta desde la era de la amapola en estiércol y en metal, sigo siendo la misma niña que miraba boquiabierta el horizonte, pasiva ante el luminoso verde del otro lado, refugiada en las flores pequeñas y las zarzas bellas para quienes escuchamos los cuentos del viento. Metía todos los extraños circuitos internos en una botella de cristal, queriendo protegerme del temporal, perdiendo los días, callando las risas.

Crecí con el vago recuerdo del olor de las magdalenas, con el eco de una guitarra que ansié desde que te perdí y que ahora es como un pez entre mis manos. Tuve la suerte de cantar contigo, pero no fue suficiente para remendar tantos años escondida en un oscuro rincón, lejos de aquello que llaman el paraíso de la infancia.

Perdona mis palabras directas. Las metáforas huyen de mí como estos acordes insuficientes, como la luz de tus ojos en los que anhelé mirarme, ver eso que no encuentro. El espejo me devuelve una imagen tan sombría. Todo, todo huye de mí.

Lo único que llega es el vuelo de un ave que atraviesa el metal y el vidrio, que no tiene miedo de ensuciarse. Un ave incorpórea y tan intensa al mismo tiempo.

 Tiempo, ese es el error. Su existencia y su finitud.

Hay días en que el estiércol que, otras veces, todo lo envenena se convierte en agua pura que me nutre, que se mezcla con el mar de mi tonto cuerpo, de mis ojos marchitos.

Un cuerpo tonto que no sabe expresar, que se queda quieto, asustado ante la electricidad que surge del edénico Hades o este volcán sin fondo de adentro. Solo tengo estas palabras, también insuficientes.

Amo desde el interior de la botella, viéndolo todo como en un sueño. Ya se ha secado, hasta nuevo aviso, el océano que me separa de aquello que de niña anhelé.

Se agotan hasta las palabras. Regresa el plomo. Olvidar, dejar de vivirme. Desear desesperada ser un sueño que no puede soñarse. Y me enredo ya. Me enredo con lo que llaman programas, con lo que dicen algunos que se puede transformar.

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