25/7/20

Cartas al olvido (8-VII-2002)

Algunos dicen que el verano es la mejor época del año. El comienzo de mis vacaciones no es un claro ejemplo de ello. Quizá todo desemboque en un mar de inmensa felicidad, como el despertar de un sueño que resulta grotesco y duro a nuestros sentidos, como el resurgir del inmaculado brillo de la luna quebrando la oscuridad de la noche. ¿Y el trayecto, cual laberinto que presenta múltiples impedimentos? ¿Cabe la posibilidad de que la luz de aquella estrella blanca me guíe, convirtiendo mi laberinto en un sendero que atraviesa el verde paisaje de un fresco campo, inmenso en la paz del ambiente sereno del atardecer? 

Tales son mis dudas. Dudas que, por cierto, no me atormentan. Son otros los motivos de mis hastiados y desesperanzados días. Sin embargo, soy totalmente consciente de que los hechos pasados son irrefutables, dando lugar el antes a mi ahora. Pero el antes no solo lo creé yo. Intervinieron más individuos; en cambio, mi ahora es mi ahora. Únicamente, yo recojo las semillas que se sembraron en conjunto. Y cada interventor debe hacerse responsable de la parte que le toca. Además, cada porción es idéntica a las otras, por tanto, si yo caigo, tú lo haces conmigo, y si la cosecha nos beneficia, es favorable para todos y cada uno de los que tuvieron lugar en el trabajo.

Todo tipo de escrito necesita un desenlace. Mi pregunta es ¿de qué preciso o inefable modo conseguiré añadir un desenlace a este texto, si ni siquiera sé si yo misma tendré un final? Por otro lado, todo en este mundo tiene principio y fin, único e irrepetible. ¿Todo? No, el ciclo del agua, por ejemplo. No sabemos concretamente cuándo empieza, y no termina, porque se repite continuamente. Al igual que el ciclo litológico. ¿Estos fenómenos son del todo contrarios a la vida humana o, en cambio, nacemos, morimos y volvemos al vientre materno?

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