Pálpitos desterrados a un desierto apagado que se niegan a
aceptar soles de cartón.
El cielo exangüe anuncia una estrella tras una colección de
otoños en blanco y negro.
Pero Penélope, ebria de ocasos, ya no sabe tejer.
Se agacha a mirarse en la orilla del mar como un Narciso
desencantado. Le contesta un caos de olas turbias, ecos de desafinados
augurios.
Desea lavarse las manos llenas de cicatrices, las huellas de
carbón del pecho, y solo encuentra la sal devoradora o el río de su conciencia.
Un río de agua tan fría que parece que acuchilla sin piedad cada poro.
Y vive inmóvil arropada por las sombras burlonas que ocultan
el brillo pertinaz de la estrella.
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