Las cuentas de plomo de este collar llevan adheridas rojas
telarañas. Muro que mataba mi pecho; humo envenenado que helaba tu piel.
Lo acaricio con ternura, ahora despierta, tras un año entero
de pesadillas.
Qué importa la razón, salvo para anclarme al aire de mi
nombre y desvanecer estas arenas que me habían paralizado.
Ahora estoy despierta y en el largo invierno estuve
despierta a ratos, cuando era más rápida que el tornado y el glaciar, néctar
del plomo.
No hay dioses que me salven. No creo en rezos.
Pero sí en mis lágrimas, sí en mi verbo hecho carne y en mi
carne hecha aire.
No hay secreto sin palabras ciertas y están ocultas en el
punto exacto en el que se unen bendición y maldición: caótica telaraña de palabras
recompuesta por palabras.
Todos los alfabetos son sagrados. Todas las letras son aleph
y nos recuerdan que hace falta estar
ciego para ver.
Perdón por el trabalenguas: yo pensaba que no sabía qué hacer
con el plomo, y siempre he estado sabiendo y haciendo sin saber.
Acaricio las cuentas; ordenan las palabras mis lágrimas, que
contienen universos de tristeza ajena, de rabia propia, de común desesperanza.
Y el plomo, envuelto en el aire que se nombra a sí mismo, vuelve a ser aleph.
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