7/2/22

La adaptación social requiere una estructura de carácter rígida

Nos han hecho creer que la Historia de la humanidad comienza en el s. IV a.C. con la escritura. Antes de ese momento, lo que había era Prehistoria, es decir, algo previo a la Historia y sin ninguna importancia social ni cultural. Según esta visión hegemónica, el hombre no era ni siquiera un hombre al cien por cien, sino un salvaje con taparrabos que solo borboteaba sonidos. Un ser con poca inteligencia, incapaz de ningún logro. Sin embargo, las excavaciones arqueológicas demuestran que esta perspectiva está totalmente errada. El proyecto divulgativo Suarra ofrece un interesante resumen, del cual extraigo este fragmento:

“Las evidencias arqueológicas desenterradas en los yacimientos preindoeuropeos nos muestran como miles de años antes de que surgieran las vanagloriadas civilizaciones griega y romana, ya existían en Europa culturas con un alto nivel de desarrollo técnico (navegación a vela, uso extendido del telar, sistemas de irrigación, escritura pictórica, abundante producción artística...) pero que no necesitaban ni de ejércitos ni de esclavos para sostener su modo de vida”.

Tanto Suarra como algunos libros de Casilda Rodrigáñez y Wilhelm Reich explican el origen de lo que llamamos civilización, que nada tiene que ver con la evolución natural de la sociedad, sino que fue diseñada mediante la violencia combinada con la manipulación durante un largo proceso hasta lograr hacer olvidar al ser humano su naturaleza y su pasado. Pero, como la Historia la escriben[1] los vencedores, pues controlan el aparato cultural, se nos hace creer que el hombre civilizado ha creado una sociedad mucho mejor que la de sus antepasados del Neolítico. También se nos dice que las guerras siempre han existido, pues la violencia es algo natural, innato en el ser humano, y que el origen de la misma está en su “parte animal”, que debe controlar. Pero ya hemos visto que la arqueología echa por tierra esta idea. Y no solo ella: la psicología, la antropología, la biología y otras disciplinas han puesto de manifiesto asimismo la naturaleza del hombre -y de todo ser vivo- basada en la cooperación y en el principio de placer (no individualista, como explican Rodrigáñez, Kropotkin, Margulis...). La depredación existe, es innegable, pero como un elemento más del equilibrio natural. Lo que no nos cuentan quienes dominan la cultura y la divulgación científica es que los miembros de una especie animal no se matan entre ellos, sino que buscan todo lo contrario: la conservación y perpetuación de la misma.

Se sabe, entonces, que existieron culturas prósperas en las que no existían la guerra ni la dominación, que la violencia es un producto social y no biológico y que las sociedades libres han tenido una duración mucho más larga que los seis mil años que llevamos de civilización patriarcal[2]. Esta ha ido modificando sus formas para adaptarse a las circunstancias concretas de cada época, pero sus objetivos y métodos empleados son sustancialmente los mismos desde sus comienzos.

Sabemos, también, que para que dicha civilización exista es necesario crear una estructura de carácter específica en los individuos, lo cual se lleva a cabo desde la etapa intrauterina hasta los 7 años, con constantes refuerzos a lo largo de toda la vida y, especialmente, en la adolescencia. La familia patriarcal es la correa de transmisión entre el Estado y el niño o la niña que son preparados para “vivir” en esta sociedad. En las últimas décadas, se toleran nuevos modelos de familia, pero se insiste en patriarcalizar a las madres solteras o divorciadas para que sus hijos reciban la misma educación represiva que en familias tradicionales, hoy ejercida a través del chantaje emocional y la manipulación sutil.

El eneagrama (el de verdad y no las versiones edulcoradas que abundan por Internet) explica el origen de cada estructura de carácter (eneatipo) según la etapa del desarrollo sexual del niño que se vio más alterada. Resulta curioso descubrir que los caracteres más rígidos (eneatipos 1, 2, 7 y 8) son los que mejor se adaptan a la sociedad y los que obtienen mayor éxito profesional (quizás el 7 sea un caso excepcional en este sentido,  a causa de su búsqueda de nuevos estímulos, que seguramente le lleva a huir de la estabilidad laboral). En cambio, los caracteres pregenitales (especialmente el oral (eneatipo 4) y el masoquista (eneatipo 9)), que no han podido desarrollar rigidez, tienen una peor autoestima y grandes dificultades para adaptarse a la forma de vida que les viene impuesta (el 9 no tanto, por su actitud resignada). Me atrevo a afirmar que es entre estos caracteres menos rígidos en los que más abunda el prototipo de fracasado laboral y social, aunque estoy generalizando y también influyen el subtipo, el temperamento, que sí es innato, y la propia historia personal.

Es cierto que los eneatipos de carácter rígido han podido arraigarse y tienen una actitud más segura ante el mundo, según explica Alexander Lowen (El lenguaje del cuerpo), pero el precio que tienen que pagar para estar mejor adaptados socialmente es muy alto, ya que supone la desconexión con sus propias necesidades emocionales. Esta desconexión les provoca una ansiedad o un sentimiento de vacío cuyo origen no comprenden y, además, la autorrepresión inconsciente de sus emociones (en el eneatipo 1 sobre todo) puede llevarles no solo a tensiones musculares crónicas, sino a una depresión. Los caracteres rígidos suelen adaptarse bien a la sociedad y obtener cierta estabilidad laboral, pero vivirán en constante insatisfacción de la que intentarán escapar de maneras distintas según cada eneatipo[3].

Los caracteres menos rígidos, en cambio, tienen serias dificultades para enfrentarse al mundo. El arraigamiento no se ha podido desarrollar en ellos. Este resulta necesario e importante para desenvolverse en una sociedad sana. No ocurre lo mismo con la rigidez, como estamos diciendo, pues solo se da en una sociedad, como la nuestra, basada en la dominación, en la que hay vencedores y vencidos, en la que la empatía, la cooperación y el amor son obstáculos para tener éxito en el ámbito profesional y en las relaciones sociales y “amorosas”[4]. A las personas con estos eneatipos solo les quedan tres opciones: o hacer inmensos esfuerzos por adaptarse, resultando triturado su ser; o permanecer en su mecanismo de defensa (la huida, la abulia, la resignación...); o, finalmente, comenzar a hacerse preguntas sobre el porqué de su situación en esta sociedad. No hallarán ninguna solución mágica, pues la tarea de sustituir la civilización basada en la dominación por formas sociales y económicas basadas, en cambio, en las relaciones naturales y en lo que Reich llamaba democracia laboral no depende de algunos individuos aislados. Pero, al menos, tendrán una mejor comprensión del contexto social e histórico en el que nos ha tocado vivir y, tal vez, en algún momento puedan, junto con el resto de sus congéneres, emprender la mencionada tarea. Por supuesto, esta tercera posibilidad se extiende a cualquier persona, tenga el eneatipo que tenga.



[1] Precisamente, la Historia comienza con la escritura, pues fue empleada por la clase dominante como instrumento de manipulación de las masas (utilizo este nombre sin connotación despectiva). Mencioné este tema por encima en mi artículo “La trampa de la ley natural”.

[2] Es importante tener clara la definición de “patriarcado”, pues no es la que nos llega desde el pseudofeminismo que controla el aparato mediático, político y cultural. Para una mejor comprensión del término, remito una vez más a la obra de Casilda Rodrigáñez.

[3] Hasta el momento, la información que me parece más fiable sobre el eneagrama es el libro de Claudio Naranjo, Carácter y neurosis; el de Juan José Albert, Ternura y agresividad y la web y vídeos de Jordi Pons, que ofrece un buen resumen de dichos libros y que recomiendo para quien quiera introducirse en el tema de forma amena.

[4] Lo que se conoce en nuestra sociedad como amor se basa en formas neuróticas que nada tienen que ver con el mismo, pues los impulsos amorosos de la gran mayoría fueron suprimidos en la primera infancia y sustituidos por los impulsos secundarios, incapacitando así al individuo para la entrega amorosa.

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