8/5/14

El jardín

Puedo al fin pasear por estas calles sin sensación de ahogo. Pero no fue así hace un tiempo. Años atrás rogué una y otra vez partir de aquella yerma cárcel, y en cuanto se me presentó la oportunidad, no lo dudé. Aún con mis impedimentos, me refugié de estos jardines que antes fueron escombros, creyendo que podría librarme para siempre.

Dijo Tolkien en Los hijos de Húrin:  "El hombre que huye de lo que teme acaba comprobando que sólo ha tomado un atajo para encontrarse con ello". Tan sólo fue un atajo. Separarme de aquel remanso de paz que había construido, quizás con ladrillos de fantasía, fue como desgarrarme el alma. Pero peor fue vivir de nuevo encerrada en mi escombrera. Mucho tiempo tardé en aceptar mi destino. Perdí mi fuerza física, que aunque no era mucha, al menos me servía en mi día a día; perdí el entusiasmo; murieron mis anhelos y envolví mi corazón en una espesa niebla incolora e insípida.

Fue entonces que empecé a necesitar de un valiente caballero que se atreviera a mirar con ojos humildes los calcinados campos que me aprisionaban. Tan sólo quería que alguien caminase por ellos sin indignarse o asustarse. Y no cualquier alguien. Clamé en silencio por mi duende, pero también había huido. Y mucho tiempo después  me fabriqué una copia, pero tenía una falla: había características superficiales similares y sin embargo no contenía su alma, como la joven Rosa de El jardín impío. Tuve que venderme para que acudiera a mi celda. Pero en lugar de traer esto satisfacción, pude contemplar el verdadero estado de putrefacción al que había llegado mi corazón.

Y sólo entonces, cuando las lágrimas disolvieron la niebla de impasibilidad igual que las lágrimas del caballero terminaron por deshacer su armadura, unas manos invisibles comenzaron a arrancar las malas hierbas y a convertir aquella escombrera en un fecundo jardín, proceso en el cual me encuentro inmersa en esta primavera de mi vida.

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