5/5/14

Salirse del camino

Tenemos ciertas fases en que hacemos un repaso de nuestra vida y vemos por dónde fueron nuestras huellas, observamos cómo nos salimos del camino, los lugares en los que tropezamos.

Hay vidas y vidas. Cuando tenía unos 12 años veía a mis amigas y pensaba que su vida siempre había sido tranquila, seguían en la misma casa en la que nacieron, tenían hábitos y rutinas saludables y su historia estaba llena de recuerdos agradables. Ellas me decían que podría escribir una novela sobre mi vida. Y eso sin conocer los otros 15 años que llevo a las espaldas, los cuales han sido mucho más dramáticos. El drama, eso es lo que ha sobrado en mi vida. Es algo que te cansa emocionalmente, que te deja secuelas. Sólo cuando tienes cierta edad, aprendes a por lo menos tener una actitud templada para no atraer ese tipo de situaciones, y aún así, como está inscrito en el inconsciente, te ves inmersa sin quererlo. Gracias a Dios he sido transformada poco a poco y las consecuencias se han manifestado en una vida tranquila y bastante apacible, con los problemas que surgen en el día a día, pero nada de catástrofes. 

Las catástrofes tienen lugar cuando nos salimos del camino al que estamos originalmente destinados. Por ejemplo, lo que unos padres quieren para sus hijos es que estudien, encuentren un trabajo donde puedan desarrollar sus dones, tengan buenos amigos, formen su propia familia... La adolescencia debe de ser una época muy difícil para ellos, llena de temor porque los hijos no se desvíen. Y sólo cuando ven los logros es que puedan respirar más tranquilos.

Pienso en mis padres hace bastantes años. Soy sincera, me ha dolido mirar atrás y pensar que yo hubiera necesitado más rectitud, un ambiente más apropiado, que quizás pudieron haber hecho más para que no me perdiera, llevarme de las orejas a clase, no permitirme salir hasta ciertas horas de la madrugada, concienciarme más sobre el peligro de ser una muchacha joven... Perdonados están, acepto que en ese momento tenían ciertas limitaciones y no pudieron hacer más. Ellos ya han pagado las consecuencias con el dolor de ver a un hijo perderse. Y yo he recogido los trocitos que quedaron de mí y los he pegado, unas veces con amor y paciencia, otras con la mayor frustración. He llegado a la conclusión de que alguien que no se ha perdonado a sí mismo, no sabe lo que es perdonar. Para perdonar al otro es necesario haberse perdonado a uno mismo.

Soy consciente de que ya todo pasó. Mi vida es un milagro porque he sido rescatada del fango y llevada a un lugar apacible, pero las cicatrices aún están enrojecidas, necesitan más tiempo para curarse del todo. Si las toco, duelen, no tanto como antes. Y no sólo esto. Veo a los jóvenes en los parques, en las calles y me duele ver cómo se pierden igual que yo me perdí. Los que tienen el poder de remediar esta situación son los padres, informándose, cambiando su actitud, aceptando los errores que cometieron en la infancia, pues muchas veces en la adolescencia se ven las consecuencias de éstos. Por eso en mi otro blog siempre insisto en que la tarea más importante del mundo es la de criar a un hijo, aunque nuestra sociedad materialista piense que sólo consiste en alimentarle y vestirle y pase por alto su desarrollo emocional y psicológico.

Mi vida está siendo restaurada, voy conociendo la felicidad y me acerco paso a paso a la libertad. Y si escribo sobre el escozor que me provoca a veces el pasado, es precisamente para darle una salida. Creo que por eso desde tan pequeña quise ser escritora. Y espero que también ese aspecto de mi vida, que es para mí uno de los más importantes, sea devuelto al buen camino y pueda florecer.

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