27/1/22

"Por qué perdimos la guerra" - Conclusiones

Comparto aquí el apartado de “Conclusiones” del libro Por qué perdimos la guerra de Diego Abad de Santillán, que, como expliqué en el artículo donde lo recomendé, tiene cierto tono patriótico que no comparto. No obstante, hay que situar las palabras en su contexto, pues este patriotismo no se asemeja en nada al nacionalismo franquista. Se trata más bien de una alabanza del pueblo como tal, como gente no subyugada a ningún tipo de poder, que gestiona directamente los recursos. Se trata de un patriotismo surgido de la necesidad de defenderse de los intereses imperialistas de grandes potencias extranjeras  y que no busca subyugar a otros pueblos. No obstante, lo que interesa verdaderamente son los hechos acontecidos durante la guerra civil que causaron la derrota. (Los subrayados en color son míos):

 

Ha terminado la guerra española, gracias a la poderosa ayuda ítaloalemana prestada a nuestros enemigos, en hombres y en material bélico, y gracias también a la complacencia criminal de los llamados Gobiernos democráticos, autores de la farsa inicua de la no-intervención. Ha terminado la guerra española, pero el mundo, que nos aisló de toda posibilidad de lucha con pretextos fútiles y cálculos falsos, tiene ahora que pagar los platos rotos de la nueva hecatombe.

Burgueses y proletarios de todos los países estuvieron unidos en la cómoda interpretación de que nuestra guerra sólo a nosotros, beligerantes, nos incumbía. Cuando no cometieron el gravísimo delito de ayudar a nuestros enemigos —el paraíso del proletariado, Rusia, enviaba a Italia la nafta con que la aviación fascista nos bombardeaba, destruyendo ciudades y masacrando poblaciones civiles—, bloqueándonos a nosotros hasta hacernos sucumbir.

Francia e Inglaterra se encuentran por eso ante la realidad que les habíamos señalado tantas veces como inevitable. ¡No intervención o intervención unilateral a favor de los facciosos! Tal ha sido la posición ante la cual nos hemos estrellado.

El fracaso del fascismo en España era el primer peldaño del derrumbe del fascismo en Europa y en el mundo. Comprendemos la trágica situación de Inglaterra, que ha sostenido al fascismo italiano desde que comenzó a despuntar como instrumento liberticida, puesta ante la obligación, atendiendo al propio interés, de ayudar al antifascismo español. Los acontecimientos que estamos viviendo nos muestran que optó a favor de Italia y contra nuestra España, contra esa España a la que en 1808 creyó de su deber auxiliar en su lucha contra Napoleón, y lo hizo esta vez en propio daño.

Si en la presente contienda bélica salen airosos los aliados francobritánicos, habrán tenido que satisfacer, previamente, la deuda contraída con su actitud ante nuestra guerra. ¡No hay plazo que no se cumpla!

Terminó la lucha en España como no hubiéramos deseado que terminara, pero como habíamos previsto que terminaría si no se operaban determinados cambios en la dirección y en la política de la guerra: con una catástrofe militar —por derrumbamiento de los frentes y de la retaguardia— y con una bacanal sangrienta a costa de los vencidos. Dos libros informan sobre esa fase final: uno del coronel Segismundo Casado, The Last Days of Madrid, y el otro de J. García Pradas: Cómo terminó la guerra en España. Confirman ambos, punto por punto, desde su escenario de acción en la región del Centro, lo que nosotros hemos querido reflejar a través de lo observado en Cataluña.

La misma intervención funesta de los emisarios rusos y de sus aliados españoles, tan blandos y accesibles a la corrupción, los mismos crímenes contra el pueblo, la misma conspiración contra España, la misma descomposición moral por obra de una política que no tenía más alcances que el predominio de partido en el aparato de Estado.

De las tres causas que nosotros señalamos como causantes fundamentales de nuestra derrota: a) la política franco-británica de la no intervención… unilateral; b) la intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras, sólo en este tercer aspecto señala nuestro relato una variante esencial.

Pero esos dos volúmenes sobre el final de nuestra guerra, nos eximen de referirnos a acontecimientos en los que no hemos tomado parte —y no por falta de deseo o de identificación con ellos— y de describir ambientes en los que no hemos vivido.

Nos consideramos ya fuera de combate por la derrota y por haber descubierto más de lo que convenía el velo de la clandestinidad en que se había desarrollado siempre nuestro movimiento. Por eso podemos hablar del pasado y sostener que, en lo sucesivo, cada cual cargará con la responsabilidad que le quepa en la tragedia de España. Nosotros hacemos bastante con cargar con la propia.

Representábamos la más vieja organización de tipo político-social de la España moderna. La Federación Anarquista Ibérica es la misma Alianza de la Democracia Socialista fundada en 1868 en Madrid y en Barcelona y extendida luego por toda la Península, incluso Portugal. Núcleo íntimo de propaganda, de organización obrera y de lucha, todavía sigue preocupando a los vencedores su liquidación, al comprobar por múltiples signos cotidianos que ni el terror ni los fusilamientos han logrado hacerlo desaparecer. El desenlace de la guerra ha puesto a muchos millares y millares de nosotros, vencidos, fuera de combate. Pero con nuestra exclusión no está asegurado el desarraigo de nuestro movimiento. Otros han ocupado ya el puesto de los caídos y de los supervivientes en el exilio, supervivientes que equivalen igualmente a bajas definitivas, porque una supervivencia fuera de nuestro clima geográfico, político y social equivale a la muerte. Para reanudar la historia española no hay más que un terreno propicio: ¡España!

A ese movimiento clandestino de recia contextura combativa y moral se debe la orientación, el desarrollo y la defensa de las organizaciones obreras revolucionarias de España, sus luchas heroicas, su resistencia inigualada a todos los métodos de la inquisición política de derechas y de izquierdas, sin interrupción desde la turbia época de Sagasta. ¡Cuántos negros períodos de amargura desde entonces! ¡Cuántas generaciones de militantes aplastadas en esa brega! Le tocó ahora a nuestra generación caer. Y ha caído en su ley. Por eso resurgirá, y está resurgiendo ya, la misma veta roja de nuestra historia y se continuará la batalla por la justicia. ¿Qué puede importar a nadie que no seamos ya soldados de esa cruzada?

La acción progresiva y justiciera de casi tres cuartos de siglo ha pesado considerablemente en el desarrollo de la moderna historia española. En más de una ocasión, frustrados los otros medios posibles, los de la propaganda y la presión sindical simple, fue preciso recurrir a procedimientos más enérgicos y expeditivos. Torturadores y verdugos del pueblo eran perseguidos siempre por la sombra de la acción vengadora anónima. Algunos hechos individuales de represalia y algunas insurrecciones armadas, las últimas, en diciembre y enero de 1933 y en octubre de 1934 contra la exótica República misma, y el funcionamiento invisible, pero permanente, de nuestros grupos dispersos en todos los ambientes, han hecho hablar mucho de nosotros, tejiendo una leyenda y un mito. Ese mito y esa leyenda se vio en Julio de 1936 que correspondían en buena parte a la realidad en ciertos aspectos.

Fuera de la cooperación apasionada del socialismo revolucionario madrileño, con el que compartimos el triunfo sobre la militarada en la capital de España, en el resto de las regiones donde los militares fueron derrotados, el esfuerzo fue casi exclusivamente nuestro. Y no se ha triunfado en toda España porque nuestra gente carecía de armamento y el Gobierno de la República había prevenido el 18 de julio a los Gobernadores civiles para que no entregasen armas al pueblo.

A fines de 1937 figuraban en nuestras filas 154.000 inscritos. Eran menos, es verdad, antes de la guerra, pero su influencia alcanzaba a millones de trabajadores industriales y de campesinos. Muchas veces partidos y organizaciones de izquierda se creían directores de acontecimientos de que no eran más que juguetes, dóciles a un ambiente que habíamos preparado para dar un paso más en la senda del progreso económico, político y social del país.

Hemos mencionado, por ejemplo, cuál ha sido la causa de que hayamos arrojado en 1933 del poder a las izquierdas, y cuáles fueron los motivos que, en febrero de 1936, nos movieron a devolvérselo.

Podemos ahora hablar de muchas cosas que nos atribuyen sin razón, y de las que no nos atribuyen, porque se ignora cuáles han sido sus fuentes y determinantes.

Ningún partido de los que se disputaban el Parlamento o el Gobierno tenía una organización tan sólida como la nuestra, ni tanta fuerza numérica y tanto arraigo en el pueblo, a cuyos intereses y aspiraciones hemos permanecido y permanecemos fieles. Por fidelidad a ese pueblo, que no a su Gobierno, hemos pretendido hasta la última hora entrar plenamente en juego, a nuestro modo, y no se nos ha consentido.

Nunca habíamos tenido contacto ni vinculaciones con ninguna otra fuerza organizada, fuera de la Confederación Nacional del Trabajo, nombre nuevo, que sólo data de 1911, de la vieja organización obrera sostenida desde 1869 por nuestro movimiento. Cuando estalló la guerra como resultado de nuestro triunfo sobre una serie de guarniciones del ejército sublevado, creímos necesario dar públicamente la cara y coordinar el máximo de voluntades en torno a la contienda que se iniciaba. Se nos acusa por algunos de haber pensado más en la guerra que en la revolución. No teníamos más posibilidades de instaurar y asegurar una nueva organización económica y social que triunfando en la guerra. ¿Dónde se quería que hiciésemos una revolución si el territorio estaba en manos del enemigo en su mayor parte? ¿Es que se hacen revoluciones sociales en las nubes? No hemos triunfado, hemos perdido el terreno sobre el cual una gran transformación económica y social era posible, porque obreros y burgueses de todos los países coincidieron en sofocarnos, cruzándose de brazos o trabajando para nuestros enemigos. Y la revolución que se esperaba en España, de acuerdo al clima y a la preparación del pueblo llamado a realizarla, no según cartabones dogmáticos de partido, fue liquidada por quién sabe cuántos años.

El balance de la contienda iniciada el 19 de julio de 1936 y terminada como verdadera guerra internacional de España contra las potencias militaristas más agresivas de Europa, en abril de 1939, no se puede olvidar ni menospreciar.

Sólo pueden acusarnos y pedirnos cuentas y aleccionarnos los que estén dispuestos a imitar aquella epopeya y a pagar por sus ideales el mismo precio que han pagado los revolucionarios españoles por los suyos. Hubo no menos de dos millones de muertos de ambos bandos, y hubo más de cien mil fusilados y asesinados en España después del triunfo fascista. Y se añaden a esas cifras un millón de prisioneros en los campos de concentración españoles y medio millón de refugiados en los campos de concentración de Francia y Norte de África, calculando en 60.000 la cifra de los que murieron en el éxodo y en el exilio de hambre, de frío y de tristeza.

Esas cifras dicen algo de la epopeya popular más grandiosa de los tiempos modernos. Ni siquiera la derrota disminuye su gloria y su trascendencia histórica. Esos cadáveres abonan la vitalidad de la España eterna, que resucitará de sus cenizas, más pujante e invencible que nunca.

El valeroso Gobierno de la victoria, hechura de Moscú, disponía en el extranjero de ingentes recursos financieros como para atender a las víctimas del éxodo gigantesco. Pero lo mismo que nosotros no hemos logrado en España, desde el Frente Popular, que se rindiese cuentas de la situación de nuestra hacienda, tampoco se logró en el extranjero, en la entelequia de la Diputación permanente de las Cortes, reunida en París, que los aprovechados atracadores del tesoro nacional, diesen la menor explicación de sus dilapidaciones.

Algo vino a saberse más allá de los círculos íntimos, por la separación ruidosa de Prieto y Negrín, cada uno de los cuales alegaba derechos a administrar el botín de la guerra en provecho propio y de sus amigos y cómplices. Pero la luz queda por hacer.

A la atribulación del fracaso, uno de cuyos factores fue la política de la intervención rusa en España, quizás ya en buen acuerdo con la Alemania hitleriana, se une para las grandes masas la comprobación del engaño en que han vivido y luchado y el descubrimiento de la catadura moral de los dirigentes y usufructuarios de nuestra guerra. El mito de la resistencia con pan o sin pan, con armas o sin ellas, era sólo la ambición de disfrutar después del desastre, solos, del botín logrado con nuestra derrota, que era su victoria.

Y con esos millones de la España despojada y escarnecida, se comprarán conciencias y plumas que, por encima de tanta tragedia y de tanta suciedad, elevarán a los afortunados un pedestal de héroes. También se quiere llegar a eso. Alguien ha escrito y nosotros esperamos que así sea: “Quieren pasar a la historia en mármoles y bronces y han de contentarse con un estercolero”.

Sólo queda un héroe para hoy y para siempre, mártir y puro: el pueblo español. No podremos estar en lo sucesivo a su lado más que con nuestra simpatía y nuestro cariño. Es la única grandeza ante la cual nos descubrimos con respeto. Sólo nos avergüenza y nos intriga el hecho de que hayan podido salir de ese gran pueblo tantos traidores, en nombre de los más opuestos ideales.

Casi tres siglos duró el aplastamiento del espíritu ibérico después de la derrota de los comuneros de Castilla y de los agermanados de Valencia por el emperador Carlos V, y de la liquidación de las libertades de Aragón por Felipe II. ¿Quién podía figurarse que nuestro pueblo estuviese todavía vivo en 1808? En aquella gesta gloriosa de seis años volvió España a entrar en la Historia. Pero en 1823, el tirano abyecto Fernando VII, creador de escuelas de tauromaquia, logró imponer de nuevo su despotismo sobre ríos de sangre y martirios infinitos. Desde aquella época hasta julio de 1936, entre guerras civiles, rebeliones populares y períodos de cansancio y de agotamiento, un intervalo de poco más de un siglo, ¿cuántos profetas anunciaron la muerte de España? En 1936 se mostró nuestro pueblo otra vez tal como es, heroico en la lucha y genial en la reconstrucción económica y social, recuperando en pocos meses de libertad el propio ritmo. La derrota de 1939 durará más o menos; pero sólo a costa del exterminio total del pueblo español podrá cambiar definitivamente el espíritu de ese gran pueblo y se logrará sofocar la esperanza de la nueva vida, de la nueva aurora.

Buenos Aires, 5 abril 1940.

 

Lamentablemente, esa derrota duró mucho más de lo que quizás esperaba Abad de Santillán cuando escribió su libro. De hecho, no solo el pueblo jamás se recuperó, sino que además ha perdido la conciencia de clase y ha sido engañado con ficciones de libertad, porque tras casi cuarenta años de aplastamiento brutal, le regalaron un poco menos de represión, y confundió la sensación de alivio con la verdadera libertad. Y la propaganda a la que llevamos sometidos, especialmente en el último lustro, ha sido el golpe definitivo. Se ha logrado que el pueblo se alinee con la ideología del Poder de dos maneras complementarias: 1) simulando el gobierno represivo ser representante de las ideas socialistas que nos liberarían de su yugo, pero desustanciándolas y presentándolas como pura palabrería hueca (selección léxica), consiguiendo así demonizarlas para que el pueblo las rechace; 2) presentándose los que abiertamente defienden el capitalismo, desde los neoliberales hasta los nostálgicos del franquismo (El Toro TV y todos los periódicos y medios digitales que han proliferado desde 2020), como la oposición rebelde al statu quo, lo cual es solo una fachada que, a pesar de ello, les ha funcionado.

Pero esto es algo que traspasa nuestras fronteras. Al pueblo residente en el Estado español se le aplastó de una manera determinada, y al pueblo residente en otros países, de otra, pues la clase dominante se va adaptando a las circunstancias específicas. No negaré que exista una idiosincrasia, pero bajo ella habita la condición de clase, que es adquirida por el contexto social, y, aún más importante, la condición humana, que a todos nos une. El origen de la represión y de la violencia, como ya he apuntado en otras ocasiones, está precisamente en la destrucción de la condición humana, ya desde la etapa intrauterina y a lo largo de la infancia, reforzando la estructura de carácter neurótico adquirida en los primeros siete años durante el resto de nuestras vidas. Esta destrucción se realiza a gran escala mediante el control del parto por parte del sistema sanitario, que provoca el trauma del nacimiento; la crianza irrespetuosa impuesta socialmente y ejercida dentro de la familia patriarcal que se nos ofrece como modelo (edipización, moldeamiento inconsciente del niño o la niña para que se someta al orden establecido; el niño bien educado es el sometido, el “maleducado” es el que no se somete); la extensión en el sistema educativo del proceso de sometimiento iniciado dentro de la familia patriarcal; la sustitución de los impulsos sexuales primarios por los secundarios, que comienza en la etapa infantil, pero que se ve fuertemente reforzada en la adolescencia a través de la cultura de masas y del tipo de sociedad en que vivimos; y, finalmente, en la vida adulta, el trabajo asalariado que nos despieza (utilizando el verbo que usa Casilda Rodrigáñez en sus libros) y el sistema económico que convierte nuestra vida en un sálvese quien pueda.

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